

Hace mucho, mucho tiempo, en este mismo lugar en el que hoy te encuentras, hubo un bosque oscuro y denso, lleno de secretos y susurros; y, en el corazón del bosque, se levantaba una pequeña aldea de encantadoras casitas de madera y paja. Estaban construidas alrededor de una plaza en la que, convirtiendo la tierra en barro, murmuraba eternamente una fuente.
Allí, las horas se vivían a otro ritmo, un ritmo lento que latía en consonancia con el mundo verde que les rodeaba. Los habitantes de aquella aldea miraban a través de un aire claro y prístino que olía a zarzales y flores, bebían aguas que recorrían terrenos mágicos y sus alimentos los otorgaba una tierra sembrada de hechizos.
Eran conscientes de ello, pero, al contrario de lo que pudiera parecer, no lo consideraban un regalo. En realidad, les asustaba. Temían las húmedas noches en el bosque, los olores intensos de la hojarasca y sus sonidos repentinos.
Las huellas extrañas estampadas en la tierna tierra de los senderos, rondando la aldea, sin tocarla, sin dejarla…
Lo temían, porque no podían calcularlo, ni aplicarle su lógica, ni, en definitiva, controlarlo y dominarlo, como gustaban hacer con todo. Amaban su bosque, su inmenso mundo verde, pero no a los seres mágicos que habían estado allí antes, mucho antes que ellos.
En cualquier caso, la vida transcurría tranquila, y ese temor no era más que un residuo adormecido. Tenían muchas ocupaciones en las que centrar sus mentes y sus esfuerzos. Hasta el propio sacerdote de la diosa Arianna, el único hombre santo que había en una aldea demasiado remota como para merecer bendiciones de clérigos más poderosos, se quejaba de la poca devoción que mostraban sus fieles para con la Creadora.
Puede que estuviera en lo cierto, pero debes comprender sus razones. Si los lugareños estaban demasiado ocupados como para someterse a sus miedos, que tenían un origen tan cercano, menos podían permitirse el dejar volar sus mentes hacia el plano de lo divino. Honraban a la diosa en las fiestas prescritas, y siempre agradecían sus dones al sentarse a la mesa, pero, más allá de eso, no pensaban en ella.
No todos vivían hacinados en el corazón del bosque, en la hermosa aldea que giraba alrededor de la plaza. Si eras capaz de moverte entre los senderos, o a través de la densa espesura, podías llegar a algunas casas dispersas. El herrero estaba algo al oeste, para no molestar con el ruido de su oficio a los lugareños. Al norte, en una repentina quebrada del terreno, se alzaba la cabaña de la bruja; puede que tuviera nombre, pero nadie lo conocía. Era una mujer extraña, una anciana decrépita, de largos cabellos blancos que siempre llevaba sueltos y despeinados, quizá para dar la imagen que de ella se esperaba.
Las gentes de la aldea la temían, como a todo lo relacionado con las magias, pero acudían a su morada en busca de pócimas, líquidos de colores y olores extraños que tenían la virtud de alargar la vida, de curar enfermedades, o de provocar sentimientos. La bruja raramente hablaba, solo escuchaba, y nunca cobraba en oro. Se le pagaba con productos de las huertas, con frutas, verduras, hortalizas, huevos, gallinas, y algún que otro lechoncillo, pero no con oro.
Aunque jamás se lo confesó a nadie, los metales la debilitaban. El único cuya cercanía podía soportar, era el negro hierro de su perol, y eso porque lo había recubierto a lo largo de muchas noches con un intrincado tejido de runas, invisibles a simple vista, que le otorgaba un extraño tacto cálido.
El molinero, un hombre tan gordo como jovial, estaba al este, cerca de la quebrada, donde el arroyo cobraba la fuerza necesaria para mover la pesada rueda de piedra que convertía los granos de cereal en blanca harina. Y, al sur, algo más apartada que el resto, estaba la casa de Marco, el leñador.
Marco, en realidad, había muerto hacía ya varios años, bajo las fauces de un lobo de buen tamaño que nadie sabe de dónde vino, ni a dónde se fue después de haberlo matado, pero todo el mundo seguía llamando así a la casa. Allí vivían su viuda, Mediodía, y sus tres hijos, Norte, Don, y la joven Camino. Formaban una familia bien avenida, que se amaba intensamente, y que mantenía buenas relaciones con todos, en el pueblo.
Norte y Don, que habían aprendido de su padre la antigua sabiduría de discernir entre la madera muerta y la viva, atendían el negocio, llevando al pueblo cargamentos de leña bien cortada. Camino, siempre un tanto independiente y salvaje, atendía la casa, y se perdía en el bosque, en su lugar secreto, del que solo diré que había una hermosa cascada y un pequeño lago, en el que le gustaba bañarse.
Mediodía jamás abandonaba la casa, jamás ponía un pie en el bosque. No daba explicación alguna, pero en el pueblo se rumoreaba que culpaba al mundo verde por haber dado origen a la criatura que mató a Marco, y que no había superado la pérdida de su esposo. Que el espíritu de aquella mujer ahora vivía en otro sitio, un lugar apartado de su corazón y su mente, protegido del dolor por un grueso muro de indiferencia.
Fuera cual fuese la razón, el hecho es que Mediodía pasaba las horas en el jardín trasero, junto a la cuidada tumba de Marco, plantando a su alrededor flores que crecían más fuertes y más hermosas que ninguna otra. Los colores la rodeaban, formaban parte de su imagen cotidiana. Verde, rosa, azul, amarillos intensos, sofisticados tonos violeta… El sol arrancaba brillos de plata de sus cabellos, que en otro tiempo fueron dorados, mientras ella enterraba los dedos en la tierra negra, tratándola con respeto, pero amoldándola a su capricho.
En aquel lento paso del tiempo, nada le importaba, excepto sus hijos; y sus hijos cuidaban de ella.
Norte, el mayor, se había convertido con los años en un joven alto y fuerte, muy atractivo. Tenía el pelo tremendamente oscuro, negro como ala de cuervo, la piel siempre dorada por el sol, y sus ojos mostraban el color del cielo en las mañanas despejadas. De su padre había heredado una energía inagotable, y el único objeto de cierto valor de la casa, una hebilla de cinturón de bronce, con un escudo que nadie reconocía, pero que a nadie le importaba no reconocer; simplemente era bonito, y él lo llevaba siempre con orgullo.
Raramente dejaba de sonreír. De hecho, la única vez en que dejó de hacerlo fue al encontrar el cadáver de su padre, y la única vez que lloró, mientras lo enterraba con la ayuda de su hermano. Su natural alegre y bondadoso lo hacía muy querido. Y es que Norte siempre tenía tiempo para compartir una broma, para escuchar un problema, o para ofrecer una solución o echar una mano en cualquier tarea. Había empezado a cortejar a la bonita hija del zapatero, algo que en la aldea se aprobaba por unanimidad, porque eso, sin duda, le atraería a vivir más cerca, y tener cerca a Norte, siempre era un gran placer.
Don, por el contrario, era extraordinariamente pálido, hasta el punto de que su piel y sus cabellos siempre fueron blancos, incluso de niño. El único matiz que rompía aquel blanco puro de persona anciana, provenía de sus ojos, que tenían el verde profundo del bosque en primavera. Podían haber sido considerados tremendamente hermosos de no ser porque mostraban siempre un fulgor nostálgico, como si echara de menos algo tan sumamente vital, de tal importancia, que hacía que el brillo más intenso le resultara opaco.
Físicamente, aunque de constitución parecida, era más débil que Norte, y, sin duda, de espíritu más reservado. Carecía de la alegría infatigable de vivir de su hermano, y aunque también estaba dispuesto a ayudar siempre que le era solicitado, y se le apreciaba mucho por ello, raramente sonreía, por lo que su compañía no era tan buscada por los habitantes de la aldea. De su padre había heredado una espada oxidada y herrumbrosa que tenía una mancha oscura en la empuñadura, una mancha que ningún esfuerzo ni ningún producto pudo quitar jamás, y sobre la que Marco guardaba un secreto absoluto.
Cuando eran niños, Norte y él creían que era sangre de un dragón que Marco mató en el bosque, una idea que formaba parte de sus juegos y nació de su imaginación. Luego, aunque no se lo mencionaron el uno al otro, ambos se preguntaron si no habría matado realmente algo, y si, al hacerlo, no habría atraído hacia sí la furia asesina de aquel lobo.
El sol, sobre todo en la época estival, solía hacer daño a su piel pálida y vulnerable, por lo que era habitual verle completamente embozado con un manto oscuro que tejió, de noche, Mediodía.
En la aldea se rumoreaba de siempre, por lo extraño de lo pálido de su piel, y su contraste con el resto de la familia, que Don era adoptado, que quizá alguna gitana Kirgady había dejado su bebé enfermo en el bosque, como hacían ocasionalmente, y Marco lo había encontrado en una de sus búsquedas de madera muerta, y que Mediodía, que tenía un corazón generoso y un alma sumamente pura, se había apiadado de él.
Se había hablado mucho al respecto, cuando Mediodía apareció con un bebé en brazos que nadie sabía que esperaba, pero ella siempre agitaba la cabeza y murmuraba “todos son mis hijos”. Sin embargo, no dijo nada cuando fue evidente que entre Don y Camino surgía un sentimiento extraño a la relación entre dos hermanos. Observaba sus miradas de amor con algo de miedo, y un toque de nostalgia quizá, pero no con oposición.
Camino, la pequeña, era hermosa y delicada, la belleza del bosque, según afirmaban todos. Sus cabellos, formados por sorprendentes mechas que mostraban todas las tonalidades de la hojarasca otoñal, alcanzaban su cintura en gruesos y brillantes rizos.
Menos solitaria y silenciosa que Don, algo más que Norte, compartía con su hermano mayor la sonrisa, la alegría continua y contagiosa, y quien se la cruzaba en el bosque, o la observaba a escondidas en el lugar secreto del que tampoco hablaré ahora, sentía que su alma se impregnaba de esa sensación única a la que puede definirse como paz.
Muchos jóvenes de la aldea, todos, en realidad, la cortejaron, pero ella solo tenía ojos para uno, y le seguía continuamente con sus pupilas del color del atardecer. Quizá Don hubiera podido desalentarla de su enamoramiento, de haberlo querido, pero el caso es que no lo quiso, al contrario. Respondió a él con toda la fuerza de su alma vulnerable, y una noche, bajo la luna, le dio un beso que era el primer eslabón de una larga y compleja cadena.
Don y Camino vivían su amor ciegos e indiferentes al mundo, y Mediodía y Norte no decían nada cuando les veían abandonar la casa para perderse en el bosque, agarrados de la mano, impulsados por un sentimiento que nadie hubiera podido doblegar. Solo se miraban, y sonreían.
Así transcurría la vida, en aquel lejano entonces, en el lugar en el que ahora te encuentras; pero, por supuesto, las cosas cambiaron. Nadie hubiese podido evitarlo. Habiendo como había, como ha habido siempre, seres oscuros, dispuestos a influir en los acontecimientos, tenían que cambiar…
Ocurrió un día, que la hija recién nacida de la hilandera enfermó y murió en extrañas circunstancias. Simplemente, se quedó dormida y no despertó hambrienta, como en otras ocasiones. Su madre, que fue la que entró apresuradamente en el dormitorio, preocupada por un llanto que no llegaba, y descubrió que había muerto, dijo que el viento vibró de forma extraña, atrapado en las cortinas, antes de escapar por la ventana abierta que ella misma había cerrado pocas horas antes.
Llamado el sacerdote de Arianna, examinó el cuerpo y encontró algo que ninguno había visto hasta entonces: una pequeña mancha de tierra oscura entre los cabellos del diminuto cadáver.
Inmediatamente, dictaminó que la niña había muerto por la perniciosa influencia de alguna magia oscura, magia de los seres del bosque.
Todas las mentes allí reunidas viajaron hacia la quebrada, traspasaron las paredes de vieja madera de la cabaña, y se centraron en la imagen de la bruja, inclinada sobre el humeante perol de hierro negro en el que hervían sus extrañas hierbas. Ya hacía tiempo que sospechaban de ella, sospechaban que no era humana, sospechaban simplemente porque la temían, y también porque la envidiaban.
Alguien que controla la magia, no tiene límites, y, si la bruja no hubiera existido, ellos no hubiesen sentido con tanta intensidad la amargura de su carencia.
Arengados por la violenta oratoria del sacerdote, que, además de temerla, la odiaba, la aldea se transformó repentinamente en otra cosa: una turba, un gentío, un ser único y descerebrado, que reptó por los senderos como un gran gusano de múltiples patas, iluminado por los muchos ojos que eran las antorchas, y subió la quebrada, derribó la puerta, y se arrojó sobre la bruja.
La anciana también tenía miedo y, como ellos, lo escudó en hostilidad. No pudo evitar que la sujetaran, pero gritó, y amenazó y maldijo, y escupió al sacerdote a la cara, cuando este comenzó a orar a su diosa. Él se limpió sin decir nada al respecto, mas sus ojos la sentenciaban a muerte mientras sus labios ataban lo divino con lo mortal, enlazando una sucesión de sílabas de gran poder, que hicieron más estremecedor el siguiente silencio.
Se oyó un siseo, un crepitar de hojarasca seca, y, al momento, la piel de la bruja se oscureció, adquiriendo el color y la textura de la corteza de un árbol.
Aterrados, los lugareños la sacaron de la cabaña, la ataron a una estaca y la quemaron. La bruja, envuelta en llamas y humo, les maldijo con mil años de penurias y, justo antes de morir, lanzó un alarido espeluznante, que mató a algunos, ensordeció a otros, y a ninguno dejó indiferente.
Hubo un testigo de todo aquello, alguien que lo vio pero no intervino, demasiado horrorizado como para interponerse ante tanto odio. Fue Norte, quien, al salir de casa del zapatero, había contemplado la conmoción y había seguido a la turba. Escuchó la plegaria y observó la ejecución con el sabor del espanto en la boca y, por segunda vez en todos los años de su vida, dejó de sonreír. Aunque hubiese querido, no hubiera podido hacer nada contra el gran monstruo llamado Miedo. El alarido de la bruja lo sacó de su parálisis, y volvió a casa, acongojado. Rehuyó la mirada de su madre y se acostó en la cama que compartía con su hermano Don, deseando volver a ser el niño inocente de otros tiempos.
Cuando el viento dispersó las cenizas, las gentes regresaron a la aldea, un tanto avergonzadas por la orgía de muerte en la que habían caído. Enterraron a los muertos, cuidaron de los heridos, y, aunque nunca lo dijeron, hubo un pacto tácito de no mencionar lo que había pasado. Esperaban que todo quedase sumergido y olvidado en ese pozo gris que es el pasado sin recuerdos, pero las cosas no se tranquilizaron.
Pocos días después, murió el hijo recién nacido del molinero, en circunstancias idénticas a las de la primera niña, y, como no quedaban brujas, buscaron afanosamente un culpable, un responsable, una víctima propiciatoria. Alguien, uno de los admiradores de Camino, que la había visto con Don en el lugar secreto del que sigo sin querer hablar, haciendo cosas que a él le hubiera gustado poder hacer, mencionó su nombre, el hijo supuestamente adoptado de Mediodía, y los rumores no tardaron en extenderse.
No era humano.
No era un gitano Kirgady.
Era una criatura de los bosques.
La idea, nacida de los celos, pero que encajaba perfectamente en el esquema de sus temores, fue aceptada por todos como una verdad absoluta, y más cuando una de las mujeres, que había ayudado ocasionalmente a Mediodía cuando sus hijos eran pequeños, recordó repentinamente que había encontrado varias veces tierra, tierra oscura y delatora, entre las sábanas de los niños. No mencionó las razones por las que en su momento se vio obligada a dejar de acudir a aquella casa, nada sobre la pasión malsana que la había arrastrado hasta Marco, deseándolo con tanta fuerza que a veces pensaba que podría morirse por no tenerlo, ni la vergüenza y el rencor que todavía sentía por no habérselo podido arrebatar a su esposa. No pensaba hablar jamás de aquello, y, en realidad, nadie quería saberlo.
Todos estaban conformes, todos estaban seguros, todos estaban dispuestos a actuar para no tener que pensar. Solo esperaban ansiosamente el momento, que llegaría con la noche, pues los actos vergonzosos solo pueden ser realizados a oscuras.
Las gentes lo murmuraban en corrillos, en voces rápidas y bajas, atenuadas por el miedo, pero Norte, que había ido al pueblo a vender un cargamento de madera muerta, lo oyó, y su corazón se estremeció de terror, y por tercera vez en todos los años de su vida, dejó de sonreír. Sabía que Don no era su hermano de sangre, lo sabía desde hacía mucho tiempo, aunque nadie se lo hubiera dicho directamente, ni él había querido preguntar. Era algo relacionado con impresiones, más que con certezas, y en cualquier caso, era algo que, hasta entonces, no había tenido ninguna importancia.
Asustado, fue corriendo a casa, y registró las pertenencias de su hermano, que a esas horas se encontraba siempre en el bosque con Camino. No encontró nada sospechoso, pero bien sabía que el miedo y la ignorancia verían cosas invisibles para la lógica. La tarde languidecía y pronto sería de noche, y la turba vendría, y ocurriría algo terrible.
Decidió entonces vestirse como su hermano, hacerse pasar por él. Tenían una constitución parecida, y siendo verano, era habitual encontrarle embozado. Cierto que, de noche, nunca ocultaba el rostro, pero esperaba que en la situación crítica en la que vendría la gente no se pararan a razonar sobre eso. Cuando el hechizo revelador del sacerdote no diera resultado, se irían y les dejarían en paz. No sabía si su hermano era un ser del bosque o no, y para ser francos, le daba igual. Lo único que importaba es que conocía todos y cada uno de los entresijos de su alma, que sabía que era bueno, y que le amaba.
Salió de la casa, procurando que Mediodía no le viera, y se dirigió al camino, en un punto lo suficientemente lejano como para que nada de lo que allí ocurriese perturbara a su madre, y esperó la llegada de las gentes del pueblo, encabezadas por el sacerdote de Arianna. Aparecieron puntualmente con el brillo de las primeras estrellas, y, sin hacer preguntas, le sujetaron, y el sacerdote entonó su plegaria, y ante su propio asombro, Norte oyó un siseo, un crepitar de hojarasca seca, y su piel se oscureció, y adoptó el color y la textura de la corteza de un árbol.
Aturdido, horrorizado, forcejeó, y perdió la capa, pero en las sombras de la noche su rostro oscuro solo era una sombra más, y nadie descubrió la suplantación. Rápidamente, le sujetaron a la estaca, y le quemaron. No oyeron sus gritos, ni sus protestas, ni sus peticiones de piedad, ni su reiterada proclamación de inocencia, él, que jamás había hecho nada malo en toda su vida. Ni siquiera le oyeron cuando, desesperado, confesó la verdad, que él era Norte, Norte, Norte, no Don.
Norte nunca llegó a saberlo, pero, tras la experiencia con la bruja y su alarido, habían acudido allí con los oídos taponados por cera.
Don y Camino, que volvían a casa cogidos de la mano, vieron el resplandor de las llamas y acudieron sorprendidos. Escondidos entre la maleza, contemplaron espantados la pira humana, y cuando ésta se convirtió en rescoldos, y luego en humeantes cenizas, escucharon las voces de los lugareños que, sintiéndose ya a salvo, sacaban los tapones de cera de sus orejas susurrando su alivio, y expresaban su devoción a la diosa, y su agradecimiento al satisfecho sacerdote.
Así fue como supieron que las gentes del pueblo creían que habían matado a Don, y las razones por las que lo habían hecho. Presa de un terrible presentimiento, Don hizo amago de salir de su escondite, pero Camino le retuvo. Lo sujetó con fuerza hasta que la turba se hubo ido, y solo entonces le acompañó hasta los restos. La luna les mostró cenizas, huesos carbonizados, y un destello de sueños rotos, arrancado de un trozo de metal ennegrecido casi por completo. Don se inclinó y lo limpió con dedos nerviosos, hasta ver claramente la hebilla con el escudo, y tuvo ya la certeza de que aquellas cenizas que tocaba, y aquel aire que olía, eran su hermano.
Don jadeó, y la hebilla cayó al suelo, con un sonido blando. Ni siquiera el llanto de Camino pudo contenerle, sus sollozos no eran capaces de traspasar el furioso rugido que invadió su cabeza. Echó a correr hacia la casa, ignoró a la pálida Mediodía, y sacó la vieja espada de su padre del arcón en el que la guardaba, dispuesto a matar uno por uno a todos los seres vivos de la aldea.
Posiblemente lo hubiera hecho, hubiera bañado en sangre una noche que ya había sido envuelta en llamas, pero al intentar salir, se encontró con su madre, cerrando el umbral. Apenas consciente de lo que hacía, le ordenó perentoriamente que se apartara de su camino, pero Mediodía, que había escuchado lo ocurrido de labios de Camino, se limitó a mirarle con ojos sabios y tristes hasta que la luz de la cordura volvió a la mente de Don. Entonces, le pidió que la siguiera, y salió al jardín.
Ya no estaba cegado por la ira, pero aún así, el ansia de venganza era superior a cualquier otro impulso. Por eso, quizá, de haberse detenido allí su madre, en de los dominios de la casa, él hubiera tomado con paso resuelto el sendero a la aldea y hubiese acabado con aquellos a quienes odiaba, incluso sin el abrigo de la locura. Pero, para su sorpresa, Mediodía cruzó la cerca, haciendo un gesto a Camino, para que también fuese con ellos.
En todos los años de su vida, Don jamás había visto a su madre internarse en el bosque. De algún modo, pensaba que lo odiaba, o que lo amaba desesperadamente, como una droga que la fascinara, pero de la que necesitaba librarse. Viéndola allí, rodeada de vegetación, caminando entre los arbustos, repentinamente cruzó por su mente la idea de que nunca hasta entonces la había visto realmente a ella, sino la imagen que ella misma había forjado para esconderse detrás.
Parecía tan adecuada, tan integrada en el paisaje… La larga falda ondeaba en torno a sus esbeltos tobillos, que parecían más ligeros, más ágiles, capaces de danzar eternamente al ritmo de melodías que podían ser confundidas con repentinos golpes de brisa. Don siempre la había considerado una anciana y, sin embargo, aquella noche, en aquel lugar, rodeada de árboles, parecía más bien un ser atemporal, fieramente hermoso, intensamente vivo.
Llegaron a un pequeño claro, iluminado en plata por la luna, y Mediodía extendió una mano. No necesitó hablar, el mensaje estaba claro. Aunque receloso, su hijo le entregó la espada. Mediodía empuñó con firmeza el arma y, antes de que ninguno de ellos pudiera evitarlo, se hizo un corte en el brazo.
Y, ante las miradas asombradas de sus hijos, del corte manó una sangre densa, dulce y verde, que olía a vegetación, a naturaleza, a vida…
Don jadeó, horrorizado, cuando su madre le tendió la espada, pero era una noche para revelar verdades y no podía, ni quería, oponerse. Tomó el arma, se hizo una incisión… y la sangre manó rojiza, salada, llena de fuerza; sangre de criatura breve atada con nudos sólidos al paso del Tiempo.
Don miró a las dos mujeres. ¿Habían sido siempre los ojos de su madre tan brillantes, tan verdes? ¿Y los de Camino, que les contemplaba horrorizada?
Mediodía le quitó la espada, y se la tendió a la muchacha, con gesto amable pero firme. Ella dudó, atemorizada por lo que ya intuía y por su cercana certeza, sabiendo que tampoco podía oponerse. Tomó el arma, con mano temblorosa, pero cuando fue a hacerse un corte, Don se la arrebató y la arrojó a un lado.
“No me importa tu origen”, le dijo. “No me importa el color de tu sangre, el color de tu pelo, de tu piel, de tus ojos. Lo único que me importa, es el color de tu alma, y ese, siempre lo he conocido, y lo amo”.
Camino clavó en Don unos ojos inmensos, hojas, hierba, matorral, cielo de atardecer sobre el bosque… Y el último eslabón de la cadena que los uniría para siempre se formó y se cerró con un golpe seco.
Muchas cosas les dijo Mediodía en aquel claro, aquella noche, con el olor de sangres tan distintas flotando en el aire. La historia del joven soldado que, tras una batalla que no había deseado, se había perdido en la espesura, y de la muchacha del mundo verde que se enamoró de él, renunciando a todo lo que había sido importante para ella, incluido un ser muy poderoso que podía ser cosa o animal o persona, que gustaba de vivir a la sombra de las raíces, y que había soñado con casarse con ella, siguiendo los antiguos ritos.
El relato del niño que encontró Marco, abandonado al paso de un campamento Kirgady, cuyos miembros pensaban, atrapados por sus humanos temores, que su piel, extremadamente blanca, era la prueba inequívoca de una maldición. Y murmuró la oscura verdad de cómo aquel que la había amado, aquel que vivía a la sombra de las raíces, se había vengado de Marco por arrebatársela…
Esa noche, se fueron, para nunca más volver. En el pueblo, les echaron de menos, sobre todo a Norte, a quien todos apreciaban y lamentaban haber perdido. Lo lloraron, lo extrañaron, sufrieron su ausencia… Pensaron que el dolor por la muerte del adoptado, y la vergüenza de haberle acercado tanto a las gentes de bien, les había inducido a alejarse. También hubo quien dijo que, quizás, los propios seres mágicos del bosque les habían matado y enterrado en la espesura, en venganza por no haber cuidado adecuadamente de su malvado retoño…
Pero todas estas cosas quedaron atrás cuando un nuevo bebé enfermó, y murió.
Y el sacerdote de Arianna, consoló a los padres y lideró a los justicieros. Solo cuando ya no pudo encontrar otro ser del bosque, decidió que había llegado el momento de deshacerse del veneno que utilizaba en las aguas benditas de Apsú y Tiamat con las que impregnaba a los recién nacidos, al imponerles el nombre. Lo hizo sin remordimiento, porque los bebés habían ido a un mundo mejor, donde se les daría la debida recompensa a su santo sacrificio.
La devoción a la diosa había resultado fortalecida, y era lo único que importaba.
Año: 2011.
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