

¿Os molestan las moscas?
Lo siento. No puedo hacer nada al respecto. No responden a mi voluntad. Siempre están a mi alrededor, a veces dos, a veces tres, a veces un enjambre insoportable, no importa la época, o el lugar. Son, mis eternas compañeras, y no voy a disculparme más por su presencia.
Al fin y al cabo, ni ellas ni yo hemos deseado en ningún momento estar aquí, ni hablar con vosotros.
No entiendo las razones de este juicio, porque, no lo neguéis, como tal debo tomármelo. Si bien es cierto que hubiera debido morir en ese accidente de la semana pasada, ¿qué causa tenéis en mi contra? ¿Cómo os atrevéis a retenerme por la fuerza, y a mantenerme encerrado durante tantos días? No comprendo por qué me encuentro aquí hoy, en este triste recinto en el que mantenéis amortajada a la Justicia, encadenado y custodiado como un vulgar ladrón de bolsas. Soy un ser superior, este no es mi lugar, ni este el trato que me corresponde.
Yo no he vulnerado ninguna de vuestras leyes.
¿O sí?
Desconocía, Eminencias, que fuera un delito ser inmortal.
Ah, no esperabais que lo reconociera tan directamente, o tan pronto, al menos. No, no será necesaria la tortura, ni un interrogatorio largo y enojoso. Lo he confesado: no puedo morir. Que yo sepa, mis días se alargaran por siempre, y seré testigo del final de los Tiempos, y contemplaré lo que quede tras la Gran Tormenta en la que seguramente terminará la progresiva Saturación Mágica. Así, al menos, me fue vaticinado. ¿Eso os hace sentir envidia?
Sí, claro que sí. Veo como me miráis. Vuestras expresiones varían, entre la incredulidad, la esperanza, y el miedo. Os preguntáis si seréis capaces de obtener lo que yo tengo, de robarlo, si fuera necesario. Estoy seguro que vuestros férreos prejuicios morales no os privarían de intentar arrancármelo, de despellejarme vivo, buscando, buscando, solo porque no sabéis nada.
Y habéis olvidado las moscas.
Sois todos hombres viejos, Eminencias, y, a estas alturas, deberíais haber aprendido que siempre hay que pagar un precio. O quizá sí que lo sabéis, y pensáis que está en vuestras manos negociarlo. Incautos. Se dice que sois los más sabios, pero yo os encuentro imprudentes, incluso en vuestras ofertas. Habéis jurado dejarme marchar si os contaba de qué forma he sido capaz de escapar a la muerte. Bien, lo haré, aunque creo que, saberlo, no os servirá de mucho.
Vosotros no sois Coleccionistas.
No sois como yo.
Ese es un punto importante. Creo que, para empezar, debería tratar de explicaros por qué soy como soy, pero no puedo hacerlo. No lo sé. No es una venganza, no se debe a que alguien me haya hecho sufrir, o a que yo sea incapaz de amar, ni mucho menos. Mi situación actual es un buen ejemplo de que estoy tan cualificado para perder la cabeza como cualquier otro. Lo que pasa, simple y llanamente, es que soy diferente. Colecciono corazones rotos, eso es todo. Una costumbre como otra cualquiera, una costumbre que también tienen muchos otros, cierto, solo que, en mi caso, hacerlo, me mantiene joven.
Mmm… o, quizá debería decir me mantenía. Las cosas han cambiado mucho, mucho, en los últimos tiempos.
Pero ya llegaremos a eso.
¿Qué edad dirían que tengo? ¿Treinta? ¿Cuarenta? Ja. Se equivocan, se equivocan totalmente. Hace siglos, muchos siglos, que camino por este mundo, y, mientras exista el amor, yo seguiré existiendo. El Amor, que hermosa palabra, ¿verdad? Amo el Amor, ¿cómo podría no hacerlo? Yo soy su reverso oscuro, su sombra, su distorsionado reflejo. No sería nada sin él. Lo necesito, para retorcerlo y exprimirlo, macerarlo en sinsabores, y emborracharme con el amargo jugo resultante de su destrucción.
No me miren así, no soy un monstruo. Soy… un Coleccionista. Me alimento de sueños perdidos, de esperanzas rotas, y, habiendo nacido hombre, y tradicional en ciertos temas, mi presa natural, han sido, desde siempre, las mujeres.
No se confundan, no hay nada de ilegal en mi colección, pues, aunque las leyes de los hombres no suelen ser aplicables a los seres únicos, ni a sus actos, me cuidé mucho de transgredirlas. Tengan en cuenta que no siempre fui inmortal, solo longevo, y debía cuidarme de toda posible represalia. Jamás prometí matrimonio, jamás vulneré ninguna tradición o costumbre, jamás declaré mi amor. Dejé, simplemente, que mi naturaleza vagara libremente, y las mujeres me amaron, y enloquecieron por mí, pero, incluso las que más sufrieron, solo pudieron culparme de no ser correspondidas.
Creo recordar que acababa de cumplir los ochenta y cinco años, cuando ocurrió todo, en Línea Oeste, la capital de la preciosa Baronía de Ur’Kassi, y que hacía muchos más de cincuenta que conocía esta curiosa característica de mi personalidad, y los poderes que me confiere. Ya entonces nadie hubiese podido adivinar mi verdadera edad. Los atormentados corazones que albergaba en mi pecho mantenían fresco mi cutis, y mi mirada de niño. Su dolor, me daba fuerza, y, su angustia, vitalidad. Saboreando su esencia, había llegado a convertirme en un hombre muy atractivo. Y, leyendo en sus recuerdos, en sus múltiples experiencias, había adquirido mucha cultura, y mucha sabiduría. No podía, pues, estar más satisfecho conmigo mismo.
No fue una mala época, aquella. A pesar de las desafortunadas circunstancias que me apartaron de mi anterior forma de vida, el tributo que pagué por descubrir, con cierta brusquedad, las particularidades de mi naturaleza (y por gozar durante varias noches de la mente simple y el cuerpo sinuoso de la única hija de un importante sacerdote de Arianna, de una localidad que no mencionaré), me había abierto camino.
Una colección necesita orden, y quizá por eso, siempre he sido un buen burócrata. Gracias a ello, había conseguido un excelente trabajo como secretario de uno de los jueces, el docto Alfredo, en los tribunales de la ciudad costera de Línea Oeste, donde me había comprado una bonita casa, y, en mis ratos libres, cazaba corazones.
Mi vida, muy cómoda, era por cierto también muy solitaria. No sé por qué digo esto. La soledad, que es la única dama con la que he permanecido más tiempo del debido, me ha acompañado siempre, con mi aceptación o sin ella. En aquella época, me gustaba vivir solo, caminar solo, comer solo,… sentirme solo, en definitiva.
No tenía amigos, pero nunca los he tenido, ni siquiera en mi pueblo natal, cuando me dedicaba a cosas más mundanas, y envejecía al mismo ritmo que el resto de los hombres. No los he tenido, y no los he echado en falta. Jamás. ¿Qué hubieran podido aportarme? La más intensa de sus decepciones, hubiera resultado insípida, insustancial, frente a la desesperación de un amor burlado, incluso de uno meramente no correspondido…
Pero basta ya, no estamos aquí para hablar de mí, o al menos no solo de mí, ya lo sé, no se impacienten. Les diré lo que ocurrió, y, como he prometido, voy a contarlo sin ocultar nada. O sin ocultar nada realmente importante, al menos.
Todo comenzó una noche, una noche oscura y húmeda, bajo la tormenta, en una mansión de Línea Oeste.
Aproximadamente una hora antes del encuentro que cambiaría definitivamente mi destino, unos soldados de la ciudad se habían presentado en mi casa, golpeando con fuerza la puerta, y me habían arrancado bruscamente de un sueño profundo y reparador para comunicarme que el juez me necesitaba urgentemente, porque Elvira del Soto, una viuda joven, y dama de buena posición, de hecho amiga muy cercana de las hijas mayores de Andrés Coregan, el Señor de Ur’Kassi, se había quitado la vida.
Aunque abrí la puerta malhumorado y con la cabeza llena de sueño, al escuchar la noticia me despejé rápidamente. Yo conocía a Elvira, claro que la conocía, y también intuía las razones de su suicido, una vía de escape que ya habían tomado varias veces algunas de mis víctimas. Hacía más de un mes que no tenía noticias de ella, exactamente desde la tarde en que mantuvimos nuestra última discusión, la tarde en la que obtuve mi triunfo y degusté su alma.
De haberse tratado de cualquier otra, me hubiese irritado mucho la molestia a semejantes horas y bajo una tormenta tan intensa, pero Elvira todavía bullía con fuerza en mi interior, me llenaba de sabor, y, al menos, supuse, le debía eso.
Acompañé a los soldados, y, a medianoche, el juez y yo estábamos en el dormitorio de Elvira, contemplando su pálido cadáver, tendido en el gran lecho cuyos secretos yo tan bien conocía. Recuerdo que pensé que Elvira parecía más dormida que muerta, y, de alguna forma, más interesante que cuando vivía.
Es posible que eso tuviera relación con su arte, pues Elvira, aunque Arym, esa extraña raza tan cercana a los misterios de la hechicería, había ampliado sus poderes mediante el estudio de lo arcano, internándose valerosamente en los neblinosos senderos de la nigromancia. Había estudiado el mundo de los muertos con dedicación rayana en la locura, y me pregunté si, ahora que formaba parte de ellos, aquellos conocimientos le servirían de algo…
El juez había insistido en que una guardia reducida esperara abajo, controlando las entradas, para ahuyentar a posibles curiosos, aunque, en mi opinión, lo tardío de la hora, y la tormenta, eran de por sí desaliento suficiente para cualquiera. ¿Quién iba a acudir por casualidad, quién iba a extender la noticia hasta la mañana? Nadie. Pero el juez era hombre extremadamente precavido, y muy testarudo en ocasiones.
Tras un concienzudo registro del lugar, habíamos llegado a la conclusión de que no había nadie más en el edificio, demasiado grande y vacío, sepulcral. La única criada de Elvira del Soto, la mujer que había descubierto el cuerpo y había dado la alarma, estaba en casa de una hermana, tratando de reponerse de la impresión.
Estábamos, pues, solos, y oíamos el fragor de la lluvia, el retumbar de los truenos, y, de vez en cuando, se filtraba el resplandor de un relámpago a través de la ventana. Yo había colocado una mesita junto a la cama, y escribía, a la luz de las velas; había levantado acta, y tomaba buena nota de los comentarios del juez.
-Ese ha sido bueno -dijo el juez, interrumpiendo su dictado, tras un momento de luz intensa.
-Sí, señor juez -murmuré, haciendo una mueca. Había estado a punto de incluir esas palabras en el acta. El trueno nos alcanzó en ese instante, haciendo que todo temblara. Sujeté el tintero, temiendo que se derramase echando a perder un excelente trabajo de caligrafía, todo hay que decirlo-. Una noche ciertamente desapacible.
-No te quejes, tú todavía eres demasiado joven como para notar todas sus consecuencias. No tienes esa maldita tormenta metida en los huesos.
Sonreí. Yo era más viejo que el juez, mucho más viejo. Pero tenía razón, yo no sentía aquella tormenta en los huesos. Mi cuerpo continuaba tan flexible y sano como sesenta años atrás.
-Puede que no. Pero le aseguro que sigue siendo molesta.
-Caramba, Flores. -Flores era mi apellido en aquella época. Un pequeño chiste, que entonces me hacía gracia. Flores para las damas-. Tome nota para que le agradezcan oficialmente la molestia.
No dije nada, ni siquiera reí la broma. Estaba contemplando el rostro de Elvira, tan quieto, tan sereno. Recordaba la última vez que la había visto, ella llorando desconsoladamente, suplicándome inútilmente que la amase. El juez siguió la dirección de mis ojos, y agitó la cabeza.
-Pobre muchacha. Una noche triste, para morir.
-Es verdad…-murmuré, sintiendo algo de pena. Elvira, como buena nigromante, me dijo una vez que no temía a la muerte, al contrario, que algún día la recibiría con alegría, pero me pregunté si realmente había esperado que le llegase en una soledad tan intensa como la de esa noche, o bajo semejante tormenta. Conozco bien a las criaturas conscientes que no son como yo, que ni sueñan en ser como yo. Ninguna alegría es completa para ellos, si no pueden compartirla.
El docto Alfredo resopló, confuso. Tenía una mancha en el lado derecho de la frente, un antojo de nacimiento, de un color morado muy oscuro. Habitualmente carecía de forma y él mismo solía bromear con el hecho de que su madre no se había decidido por nada que le apeteciera realmente, pero al mirarle, en ese momento, me pareció durante un instante que formaba la silueta de un cráneo humano, una calavera. Lo achaqué al juego de la luz de las velas, o al ambiente tétrico de la noche, y no le di ninguna importancia. Es curioso, lo había olvidado hasta ahora. Quizá fue una intuición, una premonición, un aviso de mi naturaleza. O quizá no.
-No lo entiendo -dijo-. No puedo entender sus razones, quiero decir. Era una mujer joven, sana, muy guapa y con buena posición. Además, se trataba de una estudiosa, y por lo que hemos visto en su laboratorio, ha dejado sin terminar experimentos que le interesaban enormemente. -Volvió a resoplar, enojado. Al docto Alfredo le gustaban los enigmas, pero solo cuando ya los había resuelto-. Un suicidio, no tiene sentido, no señor.
-¿Está considerando la posibilidad de que se trate de un asesinato? -pregunté, girando la pluma entre los dedos. No me sentía asustado, no me importaba si sus divagaciones escogían aquel camino. Ni la había matado, ni había deseado hacerlo. Yo solo me llevé su corazón. Algunas de mis víctimas conseguían salir adelante, otras no. Lo que hubiera ocurrido con sus despojos, no me concernía.
-No sé. No estoy seguro. Tiendo a pensar que realmente es un suicidio, aunque no haya dejado ninguna nota, ninguna explicación, algo que, por mi experiencia, resulta habitual en estos casos. Es solo que no lo entiendo. Lo tenía todo, todo. ¿Por qué lo habrá hecho? -gruñó algo más, que no llegué a entender, y se acercó a uno de los candelabros, para examinar de cerca el frasquito que habíamos encontrado sobre las sábanas. Despedía un intenso olor a láudano.
Muerte dulce, disimulada entre sueños profundos.
El juez no esperaba una respuesta, y yo no iba a dársela; pero, entonces, oímos una voz a nuestras espaldas.
-Porque le habían robado la razón de vivir.
Me di la vuelta, con sobresalto, y no solo por el hecho de que hasta entonces había pensado que estábamos solos en el interior de la casa.
Aquella respuesta había dado de lleno en el blanco.
La muchacha estaba de pie en el umbral del dormitorio. Llevaba un vestido oscuro, de un negro profundo y hambriento, pero que emitía destellos luminosos al reflejar en sus pliegues la luz de las velas. Una pesada capa de viaje la cubría casi por completo. Todavía tenía la capucha, tan grande que los extremos se extendían por sus hombros y casi la totalidad de su espalda, echada sobre la cabeza, y caían a su alrededor gotas de lluvia. No pude ver su rostro, quedaba oculto entre las sombras.
-¿Qué hace aquí, mi dama? -le preguntó el juez, claramente irritado. Había sido muy quisquilloso a la hora de exigir a los guardias que no dejaran entrar a nadie. No era que pensara que aquella mujer, o cualquier otro, podría llegar a interferir en una investigación por demás inexistente, sino, simplemente, como bien sabía yo a esas alturas, que le gustaba mandar y disfrutaba viendo cómo se le obedecía al pie de la letra-. He dado órdenes estrictas de que nadie entrara en la casa. Fuera, inmediatamente. Flores, échela de aquí.
Me levanté, aunque algo renuente. Nunca me ha gustado ejercer violencia física sobre una mujer, y aquella parecía más que dispuesta a quedarse. No se movió.
-Le ruego, señor, que no lo intente -dijo, con un tono en el que no había el más mínimo atisbo de súplica, solo una fría cortesía-. Mi lugar, está aquí esta noche, por muchas razones. Soy hermana de Elvira.
-¿Hermana? -El juez me miró, con sorpresa-. Flores, ¿no me dijo que la dama del Soto no tenía familia?
Asentí.
-Eso tenía entendido… -Me maldije internamente. Elvira me había dado ese dato y no lo había confirmado, seguro de que jamás mentiría al dueño de su corazón. Pero podía ser que existiera una hermana con la cual no mantuviese ningún trato, quizá por alguna discusión del pasado. Simulé buscar entre los papeles-. Su esposo, que falleció hace tres años, era su única familia. Creo haberlo leído por algún sitio.
-Bueno, bueno, déjelo, no tiene importancia. -El juez agitó una mano, condescendiente, y volvió a fijarse en la mujer. Su expresión se había suavizado, como dictaban las circunstancias. Aprendí mucho de convencionalismos de aquel hombre-. Reciba mi pésame, mi dama. -Una ligera inclinación, suficiente para expresar la condolencia debida, pero no lo bastante como para menguarle dignidad-. ¿Cómo se ha enterado?
-Elvira me envió una nota.
Me envaré, y apenas conseguí ahogar la exclamación que quiso escapar de entre mis labios. Estoy seguro de que ella sonreía bajo la capucha, mirándome.
-¿Una nota? -repitió el juez, interesado. Extendió una mano en su dirección-. ¿Puedo verla?
-Por supuesto.
La muchacha sacó un papel doblado del oscuro interior de su capa y se lo tendió. El juez lo cogió con gesto impaciente, ávido por resolver el enigma, y procedió a leerlo. Yo no sabía qué hacer. Me sentía paralizado por el pánico. Una gota de sudor se deslizó por mi sien; estaba seguro de que, en cualquier momento, el juez iba a arquear las cejas y a mirarme con expresión acusatoria.
Entiéndanme, yo no temía a las leyes. Como dije antes, no había cometido ningún delito, pero podía imaginar el escándalo social que se derivaría de todo eso. Perdería mi trabajo y tendría que abandonar mi cómoda casita de Línea Oeste, y me vería como me vi cuando tuve que abandonar Meykle y empezar de cero en otro sitio.
A veces, aunque no lo crean, la vida de las criaturas únicas como yo puede resultar realmente enojosa. Sufrí, como vulgarmente se dice, mil muertes en aquel breve instante: pero el docto Alfredo se limitó a parpadear.
-Sí, supongo que esto lo explica todo -dijo, apretando los labios, un poco decepcionado. ¡Ah, el bueno del docto Alfredo, que lleva siglos convertido en polvo, pero que aquella noche, estaba tan inocentemente vivo! Rabiaba siempre por encontrar las respuestas y, cuando las hallaba, lamentaba que hubiese terminado la búsqueda. Supongo que a ustedes también les pasa. Qué cúmulo de contradicciones es el ser humano-. Me temo que debo quedarme con la nota, mi dama.
-Lo entiendo -susurró ella, con un leve movimiento afirmativo de la capucha.
-Bien. Incorpórela al expediente, Flores. -El juez me pasó la nota. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no leerla de inmediato. Seguir inmóvil, aparentar indiferencia, eso era lo único importante-. Muy bien, mi dama. El asunto está claro y yo ya no tengo nada más que hacer aquí. Reitero mi pésame. Me ocuparé de que los soldados abandonen inmediatamente la casa. Flores, nos vamos.
-Por favor -dijo ella-. No quiero quedarme sola. ¿Le importaría hacerme compañía unos minutos? -me preguntó, directamente.
-Eh… no -repliqué yo, inmóvil, paralizado, con la nota ardiendo en mis manos-. No me importa, quiero decir.
-Muy bien, Flores. Entonces, nos veremos por la mañana, a primera hora, en mi despacho -se despidió el juez. Hizo una leve inclinación de cabeza en dirección a la muchacha-. Mi dama…
Se fue, dejando la habitación increíblemente vacía y silenciosa, como si se hubiese llevado con él todo vestigio de vida, de vida auténtica. La mujer no se movió. Yo levanté lentamente el brazo y leí la nota.
Yo le amo, y él a mí no. ¡Qué razón tuviste al advertírmelo, hermana! Pero yo estaba ciega, deslumbrada por la luz y por la magia. ¿Qué clase de hechizo utilizó, para robarme así el alma? Ya no tengo ilusión, ni la esperanza de recuperarla.
Perdóname por alterar el orden establecido de las cosas. En realidad, no lo creo. Él fue quien lo hizo. Yo ya estoy muerta.
Elvira
Respiré profundamente, aliviado. No había nombres, ni dato alguno que pudiera comprometerme. Nadie podía relacionarme con aquello. Mucho más seguro de mí mismo, caminé hasta el lugar donde había estado tomando notas, e incluí el papel en el montón que tenía sobre la mesita. Luego, observé a la muchacha.
-¿No va a sentarse? -Señalé el sillón junto a la chimenea, mientras trataba de imaginar el rostro que se escondía en aquellas sombras. Me pregunté si sería bonita. No tenía un hambre especial, estaba ahíto de amor, pero, si lo era, la conquistaría. Nunca había tenido a dos hermanas, y podía resultar divertido-. Debería quitarse esa capa. Esta empapada. Y, si quiere tomar algo, este es el momento. Puedo enviar un par de soldados a la posada. Seguro que un caldo caliente le vendría bien.
-Es muy amable, mi señor, pero no deseo tomar nada. No acostumbro a hacerlo. -Alzó ambas manos, cogió el borde de la capucha y la deslizó hacia atrás, permitiendo por fin que viera su cara-. Y, de desearlo, yo misma me ocuparía de ello.
Me di cuenta de que me costaba respirar. La mujer tenía un rostro ovalado, hermoso, reflexivo, en el que destacaban dos ojos negros de mirada engañosamente dulce, y una nariz respingona y altiva que la delataba totalmente; hacía que te dieras cuenta de que era capaz de llegar más lejos, y de jugar más fuerte, que cualquiera, lo que, sin duda, a mi forma de ver las cosas en aquella época, la convertía en una excelente candidata para compañera de cama. Su pelo, una mata de cabello negro que parecía poseer la perpetua magia del brillo, me fascinó. Su belleza, asombrosa, aterradora, convulsionó todo mi ser, golpeó en rincones que había creído muertos o inexistentes.
Yo la había visto antes, en algún sitio, aunque no conseguía recordar dónde. Probablemente, en un sueño.
La muchacha se dirigió hacia la chimenea y añadió un par de troncos, para avivar la llama. Luego, se quitó la capa y la dejó a un lado, sobre un diván. Era delgada, muy esbelta; mis ojos se prendieron de su cintura, seguro de que podría abarcarla con ambas manos. Ella se inclinó ligeramente hacia el fuego y agitó el cabello, tratando de secarlo. Mirándola, se me hizo la boca agua. ¡Cuánto sabor se adivinaba en cada uno de sus gestos, en la fuerza que emanaba de sus movimientos y en el osado descuido con que se había despojado de la capa! Ah, por los dioses, qué estampa.
¿He dicho ya que aquella mujer era magnífica?
Lo era.
Yo prefería, siempre lo he hecho, las hembras de su estilo, indomables, rebeldes, independientes, seguras de sí mismas y con el corazón endurecido. Por eso, por lo general, suelo buscar mis víctimas en tabernas de dudosa reputación, y no entre las dulces damas de las clases más altas, tan sumisas, tan acostumbradas a obedecer. No, eso no es para mí. Es como beber un vino cuya uva fue recogida demasiado pronto, o como morder una manzana cuando aún no ha madurado.
Las damas que yo he conocido, excepto Elvira, por supuesto, son niñas eternas, delicadas ninfas de porcelana, en cuyos tiernos corazones no puede anidar sino alguna clase de espejismo amoroso, tan falto de sustancia, tan anodino, que su consumo jamás ha producido en mi ningún efecto. Elvira había sido un capricho momentáneo y una excepción gratificante, debo decirlo. Quizá fuera su condición de nigromante lo que había añadido sabor. Nunca había reflexionado sobre el tema, pero tiendo a creer que esa es la verdad. Aunque fuera una dama, encajaba por completo en mis gustos.
Prostitutas, asesinas, ladronas, mendigas, criadas, eso sí que suponía un reto, y una deliciosa victoria. Mujeres que habían conocido la amargura, el frío, el hambre, el rechazo y la brutalidad de los hombres, pero que habían salido triunfantes, y habían aprendido a defenderse con uñas y dientes, convirtiéndose en víctimas difíciles de cazar, en piezas exquisitas. Corazones que, en su mayoría, ya se habían enfrentado con la decepción, que vivían protegidos tras una reja forjada de desilusiones, que se creían a salvo, más allá de cualquier posible esperanza, y que, precisamente por ello, se aferraban con más ahínco a la luz que creaba yo con mi llegada.
Corazones duros como la piedra, como el diamante, cuyo intenso néctar era amargo y embriagador. Como el de aquella mujer.
Se inclinó hacia adelante, mostrándome un cuello largo, níveo…
Mis dedos temblaron, deseando tocar su piel, convencidos de que estaba fría, fría, fría…
Apreté los puños. Algo no iba bien. Era tan extraña, tan evidentemente distinta…
Arqueé las cejas, genuinamente sorprendido, asumiendo por fin aquella impresión. Soy un Coleccionista, un Cazador, y estaba oliendo una presa nueva, diferente, una cuyas huellas no había rastreado antes, nunca.
¿Una diosa?, me dije. No. Las diosas carecen de corazón, y aquella mujer emitía un aura de dureza que solo podía implicar que lo tenía, pero que lo había protegido. ¿Un hada? Tampoco. Las hadas son infantiles, tiernas, más, incluso, que las damas. Llegué a preguntarme si no sería una versión femenina de mí mismo, que quizá yo no era una rareza en el género humano, como había supuesto hasta entonces, o no una rareza única.
La muchacha había cambiado de posición; ahora contemplaba el cadáver de Elvira del Soto.
-Descansa, hermana mía -susurró-. Yo velaré tu sueño.
Sentí celos de Elvira, de la atención que despertaba en aquella criatura sorprendente, y también ira, una ira devastadora y pueril que temí no poder controlar. No recuerdo haberme sentido nunca ignorado, excepto en aquella ocasión. De haber podido, hubiese arrojado el cadáver a las llamas, o a la tormenta.
Todo, por quedarme a solas con ella.
-Elvira no tenía familia -dije, enfadado.
Tardó unos segundos en alzar sus ojos y mirarme con unas pupilas brillantes en las que vi claramente reflejado mi rostro.
-No, no la tenía.
-¿Quién eres? -pregunté directamente, tuteándola sin darme cuenta. Ella no contestó. Siguió mirándome. Tuve la impresión de que también se veía en mis pupilas y, aunque yo entonces no sabía nada, la idea me perturbó-. No eres lo que aparentas.
La muchacha sonrió.
-Tú tampoco.
Una respuesta audaz. Decidí mantenerme a la altura.
-¿Vas a contarme la verdad?
Se lo pensó un segundo y se encogió levemente de hombros.
-Solo si tú me la cuentas primero.
-¿Realmente quieres saberla? -Asintió. Durante un momento, calibré la posibilidad de decírsela, realmente, pero me contuve. No podía correr riesgos. Aquella mujer era muy especial, la deseaba, tenía que tenerla. Y, por primera vez, en mucho tiempo, intuía que me enfrentaba a un reto, a la posibilidad de una derrota. Eso, Eminencias, me fascinó-. Muy bien. Te tomo la palabra. Aunque lo cierto es que no hay mucho que decir. Me llamo Jacinto Flores, y soy un aburrido funcionario de Línea Oeste.
La muchacha agitó la cabeza y se echó a reír.
-Eso es mentira.
-¿Ah, sí? ¿Y quién se supone que soy, entonces?
-El Coleccionista de Corazones Rotos -susurró, paralizando la sangre en mis venas. La miré, atónito, incapaz de imaginar cómo lo había descubierto.
-¿Qué dices?
Se encogió de hombros.
-No intentes negarlo. Lo sé.
-¿Y cómo…?
-Lo susurran las voces de los Antiguos, cuando hablan en el viento -me interrumpió ella, aunque es posible que ni siquiera me hubiera oído. Parecía ver algo, escuchar algo, que quedaba más allá de mi percepción-. Dicen que el Coleccionista de Corazones Rotos vive desde hace dos años en Línea Oeste, que es un hombre aparentemente joven, guapo, inteligente, de irresistible atractivo, pero, no te quepa duda, es más que un hombre. Es un símbolo y, como tal, se le supone eterno. Es el señor de la desesperanza, el hechicero de las falsas ilusiones. Ofrece el amor con ambas manos, y miente. Siempre miente. Las mujeres languidecen por su culpa. Incluso, ya burladas, cuando han probado su rechazo y su desprecio, siguen deseando entregarse a él, pues ninguna de ellas, nunca, ha escapado a la fascinación del gran reto: enamorar al que se alimenta de desamor.
Guardó silencio.
-¿Y crees que soy yo?
-Sé que lo eres.
Contraataca, o estás perdido, pensé. Avancé hasta quedar a su lado.
-Lo soy. No lo niego -aseguré, inclinándome hacia ella. La muchacha no retrocedió. Incluso me miró con renovado interés-. Y te aseguro que haberlo descubierto, no va a salvarte.
-¿Eso crees? -Sonrió, con amplitud-. Muy bien, Coleccionista. Si te lo ganas, tendrás mi corazón, roto en minúsculos trocitos.
-No sabes de lo que hablas, mujer -repliqué, un poco irritado por su tono de burla. Ella dejó de sonreír.
-No. Supongo que no. Debo reconocer que nunca he amado a nadie.
Me estaba desafiando. Inspiré profundamente.
-No hay luna llena, muchacha – dije. Siempre he tejido con rayos de luna mi tela de araña. Ven conmigo, y piérdete, pensé, saboreando con antelación la imagen de aquella naricilla respingona y osada, enrojecida por el llanto-. Si la hubiera, te invitaría a dar un paseo que jamás podrías olvidar.
-Quizá sí. O quizá no. Todavía no conoces mi verdad.
-Es cierto. Dime quién eres.
La muchacha apoyó una palma extendida sobre mi pecho. Aunque pasó por mi mente el retroceder, no lo hice.
Los corazones se estremecieron, en mi interior.
-En realidad, tú también lo sabes, lo has sabido desde el principio. -Cuando habló, me dio la impresión de que habían pasado siglos-. Soy la Dama a la que has robado, y a la que piensas seguir robando. Soy la dueña natural de esas almas que mantienes prisioneras. -Sonrió fríamente-. Quiero que las liberes. Ahora.
Entonces, recordé. Recordé, efectivamente, haber soñado con ella, cuando era muy joven, cuando inicié mi camino, mi colección. Me acechaba cada noche entre los árboles de un bosque denso y neblinoso, ocultándose tras la maleza. La llamé muchas veces, pero siempre huía y, repentinamente, dejó de aparecer.
La Dama Sombra.
La Muerte.
-¿Y yo? ¿Qué obtendré a cambio? -pregunté, porque no había mucho más que decir.
-A mí.
Sus ojos brillaron, y tuve que contenerme para no estrecharla entre mis brazos. Me repetí mil veces que no podía aceptar. Si liberaba los corazones, me convertiría repentinamente en un hombre de ochenta y cinco años. Un hombre que no tardaría en morir, que no saldría vivo de aquella habitación.
-No puedo hacerlo. Aún no estoy preparado para dejarlos libres. Puede que nunca lo esté.
Apartó la mano y frunció el ceño.
-¿Me estás rechazando, Coleccionista?
-En realidad, no -dije, concentrando en ella todo mi poder. La mujer se estremeció, y eso me llenó de satisfacción, y de soberbia. La misma Muerte no podía escapar a mi influjo-. Sigo queriendo hacerte mía. Es solo, que no estoy dispuesto a negociarlo.
-¿Cómo… cómo te atreves? -jadeó, con esfuerzo, retrocediendo-. Detente, o haré que te arrepientas.
-Siempre me has amado -aseguré, tendiendo mis brazos hacia ella, invitándola a unas caricias que solo podían terminar con su perdición-. Por eso aparecías en mis sueños. Te asomabas a la ventana que une los mundos, para verme.
-No es cierto.
Me eché a reír.
-Ahora eres tú la mentirosa, mi dama.
Ella me contempló un segundo, con los ojos dilatados por el espanto, y, repentinamente, se lanzó a mis brazos.
-Te odio, Coleccionista -susurró, y probablemente iba a decir algo más, pero nuestras bocas se encontraron.
El beso de la Muerte es frío, Eminencias, y profundo, como una tumba, como un foso, como un lago profundo y negro, de olas densas. Sentí que caía en él, que me sumergía con un peso colosal, que podía perderme en su oscuridad, ahogarme en sus aguas heladas. Vislumbré lo que había al otro lado, y lo encontré deseable.
Oí su risa, pura, cristalina. Escuché sus palabras, sus promesas, como delicadas voces susurrando en una habitación muy grande y muy vacía.
Estaba intentando absorberme, anularme, destruirme.
Tuve miedo.
Me obligué a mí mismo a apartar los ojos de las muchas cosas que me ofrecía, y traté de ignorar las palabras. Utilicé todas las tretas de mi arte y, cuando estuve seguro de que controlaba la situación, rompí aquel beso soberbio, único, espléndido, y la empujé hacia atrás, bruscamente; la muchacha chocó contra la mesilla, derribando la jarrita del agua.
-Pues no lo parece -dije, intentando protegerme tras un muro de crueldad. Ella se llevó una mano al pecho.
-No lo hagas.
-No puedo evitarlo. Soy lo que soy. -Retrocedió, pero la seguí, implacable-. ¿Qué has venido a buscar aquí esta noche, mi dama? Tan hermosa, tan segura de ti misma… Pensabas que tú eras distinta, que podrías conquistarme, y que había llegado el momento de hacerlo. ¿No es cierto?
Ella se encogió. Había empezado a llorar.
-Detente, por todo lo sagrado.
-¿Detenerme? No sé. Quizá lo haga. O quizá vuelva a besarte. ¿Te gustaría?
-¡No!
-Mentirosa. -Intentó huir, correr hacia la puerta, pero la perseguí hasta acorralarla en una esquina. La abracé, besé voluptuosamente su cuello, su pecho, sus labios-. Maldita mentirosa. Lo estás deseando. Me rondas desde hace años. Reconócelo de una vez.
-¡No! -volvió a gritar, escondiendo el rostro entre las manos. Me aparté.
-No puedo amarte, mi dama.
Un sonido leve, como un velo al rasgarse y, de pronto, el sabor…
Casi acabó conmigo, tan intenso, tan salvaje.
Caí de rodillas, a sus pies. Me abracé a mí mismo, temiendo estallar, temiendo no poder retener aquel brutal cúmulo de sensaciones. No era un corazón, eran miles, cientos, millones, latiendo cada cual a su ritmo, formando un tumulto ensordecedor. Eran voces que llamaban, manos que aferraban, ojos que buscaban, por todas partes, al mismo tiempo. Yo giré y giré en el remolino, grité, tratando de apartarme. Puede que perdiera el conocimiento. Desde luego, no encuentro otra forma de describir aquel largo instante en que solo existí para ellos.
Abrí los ojos.
La mujer no se había movido. Seguía de pie ante mí, cubriéndose el rostro con las manos. Me levanté, con esfuerzo, la sujeté por las muñecas, y la obligué a mirarme a los ojos. Me lamí los labios.
-Exquisito -dije.
Ella se estremeció. Las aletas de su nariz temblaron ligeramente. De pronto, tomándome por sorpresa, liberó una de sus manos y me abofeteó con fuerza. Ja. Yo he recibido golpes así, algunas veces. Las mujeres no suelen ir más allá en cuestiones de violencia. Aunque soy un ser superior, propenso a la ira y muy celoso de mi dignidad, no le concedí ninguna importancia, como no lo había hecho en las otras ocasiones. De hecho, lo olvidé inmediatamente, al escuchar sus palabras.
-Nunca, Coleccionista -me dijo-. Nunca volveré a buscarte. Que te quede muy claro que, para ti, no habrá descanso.
-¿Qué significa eso? ¿Me estas condenando a una vida eterna? -pregunté, con sorna. Ella hizo una mueca.
-Una reacción típicamente mortal. No la esperaba de ti. -Fui a besarla, es cierto. ¡Era tan hermosa, tan deseable! Las mujeres no suelen interesarme, una vez han servido a mis propósitos, pero por supuesto aquella era especial. Con aquel beso esperaba iniciar una larga noche de amor, allí mismo, sobre aquella cama. Estoy seguro de que al silencioso cadáver de Elvira no le hubiese importado, pero la mujer me puso una mano en la boca, impidiendo mi avance-. No. Jamás. Ya te he dicho que para ti no habrá descanso. Y eso no es todo. No está a mi alcance el privarte de tus poderes, pero sí el marcarte para que todos intuyan tu auténtica naturaleza.
Iba a preguntar que a qué se refería, porque su tono me había llenado de preocupación, pero de pronto vi un minúsculo punto negro cruzando a la altura de mis ojos. Sorprendido, me di cuenta de que se trataba de una mosca. Y luego otra, y otra, hasta que la habitación se llenó completamente con los monótonos y desesperantes zumbidos de un enjambre oscuro y tembloroso que iba y venía, se expandía y se encogía, como una nube sucia y repugnante, sin aparente lógica, sin aparente intención, pero siempre centrado en mí…
Centrado en mí…
Qué cansado me siento, recordando aquello. Me asusté, me horroricé, y, sin embargo, ahora me doy cuenta de que, en aquel momento, no tenía ni idea de lo dura que iba a ser en realidad aquella condena. Retrocedí, asqueado, dando manotazos.
-Maldición. Haz que se vayan.
Ella sonrió fríamente.
-¿Hacer que se vayan? Sería inútil intentarlo. Te aman, Coleccionista. Te aman demasiado. Te seguirán eternamente, allá donde vayas. Eres el señor de las moscas. Jamás podrás deshacerte de ellas.
Las moscas.
Daban vueltas y vueltas a mi alrededor, zumbaban en mis oídos, se posaban en mis ropas, en mi piel, en mi cabello… Me asfixiaban.
La mujer recogió su capa y se la echó sobre los hombros.
-No puedes irte -supliqué, aterrado-. No puedes irte y dejarme así, maldición. Tienes que ayudarme.
Ella agitó la cabeza. Algo, quizá la forma en que brillaron sus pupilas, me dijo que me amaba.
-Nunca -juró.
Y, dando media vuelta, empezó a caminar en dirección a la puerta. Poco a poco, sorda a mis voces, inconmovible a mis súplicas, su cuerpo se desdibujó, se volvió neblinoso, fantasmal, hasta desaparecer, dejándome a solas con Elvira.
Y con las moscas.
¿Que cuánto tiempo ha pasado?
Siglos, quizá. Milenios. No lo sé. Esa clase de medidas no tiene sentido, nunca lo ha tenido, para los seres como yo. El tiempo se confunde y lo único que perdura, lo único que permanece inalterable, son las moscas. Las moscas, que me han seguido a todas partes, que me han hecho odioso ante todos los seres, que han sido mi perdición.
Hace tanto, tanto tiempo, que no degusto un corazón roto…
Debido a eso, mi aspecto empezó a cambiar, alcanzó los treinta años y, últimamente, los cuarenta. Ahora envejezco, lentamente, imparablemente, Eminencias, pero no muero.
¿Seguís envidiando mi buena suerte?
Ya veo que no.
No importa. No os culpo por el rechazo que sentís y que no sois capaces de disimular. Ahora, ordenad a vuestros soldados que me quiten estas cadenas, y ponedme en libertad. Os he contado mi historia, he cumplido mi palabra y espero que vosotros cumpláis la vuestra. Me iré de aquí, muy lejos, y no volveréis a saber de mí, nunca jamás. Seguro que eso os complace, que alivia vuestras conciencias y la sensación de repugnancia que capto en la boca de vuestros estómagos. No, no intentéis negarlo. Tampoco os culpo por eso. Será un recuerdo más, semejante a muchos, que me acompañe en mi eterno peregrinaje.
Eterno…
No lo sabéis, pero es una palabra muy árida, que sofoca el corazón y deja cenizas en los labios.
Me pregunto dónde estará ella. Supongo que me ha olvidado, o quizá que sigue pensando que soy el que fui, que volvería a rechazarla sin pensármelo dos veces, que sigo mereciendo este cruel castigo, esta vida estéril…
Pero no es cierto.
La busco, Eminencias, por eso asumo riesgos, provoco accidentes como el del otro día, situaciones que nunca llegan a liberarme. Ella nunca viene, nunca me da la oportunidad de decirle que he cambiado, que la seguiría, en silencio, feliz de estar a su lado, disfrutando de la sensación de caminar por esos estrechos senderos que no discurren por tierras mortales.
La llamo a menudo, gritando, en mis sueños.
Pero solo me escuchan las moscas.
Año: Década de los 90.
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