Dedicado a mis compañeras, las Juglaresas

Estaba enamorada de aquel hombre. Total y absolutamente enamorada, no podía seguir negándolo.

No había sido algo buscado. Nada más lejos de su intención que complicarse la vida de semejante modo, y menos a esas alturas de la historia. De hecho, fue toda una sorpresa verle surgir de pronto, de la esquina cercana al portal de Adela, tan elegante y distinguido, con esa sonrisa carismática en los labios; descubrir que vivía en el último piso, en un ático decorado con gusto exquisito; que era abogado y que se sentía atraído por los pintores prerrafaelistas y la música clásica, pero también por el rock ardiente que hacía hervir la sangre…

Aquello fue solo el comienzo. Con el paso de los días, casi sin darse cuenta, los detalles se fueron sucediendo sin tregua. Se acumularon en los pliegues de su ropa y en las arrugas de su piel, mientras le iban dando más y más vida.

No tardó en enterarse de que no estaba casado. De hecho, se comentaba por ahí que era un seductor empedernido, aunque galante: un hombre que no quería comprometerse todavía pero solo porque no había encontrado a la mujer adecuada. En el barrio decían que se pasaba las noches deambulando por los clubs más selectos en busca de la madrugada, moviéndose al ritmo de la música y gastando el dinero a manos llenas.

No pudo evitarlo, ni tampoco Adela, claro. Se olvidó por completo de la apasionada historia de amor que había empezado con aquel médico que tenía su consulta en la planta baja y empezó a hacerse la encontradiza, a vivir pendiente de aquel instante en que pasaban el uno junto al otro por la calle. ¡Si hasta fue a la peluquería! Tuvo su recompensa, porque todo el mundo le dijo que estaba muy favorecida con el corte parisino que le hicieron.

A él también le gustó. Sus ojos brillaron la siguiente vez que la vio y su saludo fue mucho más cálido que de costumbre. Casi dio la impresión de que iba a detenerse para hablar, pero de pronto sonó su móvil y, mientras contestaba, siguió su camino hacia el ático elegante que Adela había empezado a confundir con el cielo.

El médico, aquel pobre mortal incapaz de estar a la altura, empezó a mirarla con tristeza desde la zona gris del piso bajo, casi como un alma en pena atrapada en el Purgatorio. Si las cosas seguían así, sus padres jamás llegarían a conocerla en verano, como tenían previsto, no habría boda y nunca compartirían secretos ni sonrisas cómplices. La historia de amor que había tardado tanto en esbozarse se había desintegrado por culpa de unas pocas líneas…

No, no podía ser. No podía permitir que ese desconocido lo alterase todo de semejante forma. Ella era quien controlaba los destinos, quien decidía qué ocurría y qué no, y la trama estaba demasiado adelantada. Si dejaba el asunto con el médico, sería como empezar de nuevo. No tenía tiempo ni ganas.

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