Según las crónicas, los elfos de Darindoree llevaban unos quinientos años, quizá mil, establecidos en la ciudad de Elvewyn’Di’Relin, El Lugar de los Árboles que Sueñan, tras la caída de Tirnmaesshë, cuando empezaron a producirse los primeros ataques en su frontera este, la limítrofe con la zona de escarpaduras y abismos indómitos que hoy conocemos como la Ciudadela de Piedra.

Al principio, pensaron con horror que los seres humanos, siempre expandiéndose, siempre deseando dominar nuevas tierras, habían decidido tomar también aquel remoto rincón que habían aprendido a amar como un hogar, pero los escasos supervivientes de los asaltos describían unas criaturas tan extrañas y malignas, que ni siquiera los hombres podían ser confundidos con ellos.

Decían que, si bien eran lejanamente semejantes a los humanos en aspecto, eran mucho más pálidos, de piel casi translúcida, con largas cabelleras blancas y cuerpos esbeltos que movían con una agilidad sorprendente. Sus ojos rojizos, brillantes y duros como el diamante, desprendían una luminosidad capaz de despertar el miedo en el corazón del más valiente de los guerreros; pero lo más inquietante, lo más aterrador, eran los largos colmillos que exhibían con un silbido amenazador a sus enemigos, y que utilizaban para desgarrar las gargantas de los vencidos y alimentarse con su sangre.

Aquellas criaturas vivían, por lo que pudieron descubrir, en las profundidades del mundo, y sólo temían a la luz del sol. Protegidos de esta por sus poderosas armaduras de Kayx negro, salían ocasionalmente a la superficie a batallar, pero siempre regresaban a las sombras.

Los elfos hablaron durante incontables lunas sobre aquellas criaturas, intentando encontrar un sentido a su naturaleza y un punto débil a su poder. Algunos decían que posiblemente fuesen alguna mutación producida por los propios efluvios mágicos del Kayx negro, tan abundante en la zona, tan dañino. Otros, que debían ser seres llegados de otros Sectores del Vasto Infinito, y no faltaba quien sugería que se trataba simplemente de muertos en vida, creados por algún Dnyookas. Esto último, por supuesto, resultaba sumamente improbable, casi ridículo, pues de todos era sabido que el poder de los Dnyookas sobre el mundo mortal era mínimo gracias a la intervención de los dioses, pero una parte de la idea en sí, fue lo que les dio la respuesta.

La palabra sobrecogió sus corazones y rondó sus mentes mucho antes de que uno de ellos, uno de los más ancianos, al que llamaban Sabio de Años, se atreviera a pronunciarla:

Vödarack…

Incluso sus semejantes, los primeros Señores Elfos que pisaron tierras de Oniria, que habían visto el surgimiento y la destrucción de imperios y mantenían en su memoria el brillo de estrellas hace mucho apagadas, contuvieron el aliento, mientras una brisa inusualmente fría se deslizaba por Darindoree, haciendo gemir las ramas de sus árboles.

Vödarack…

Por supuesto, todos los reunidos aquella noche sabían de la existencia del Macizo del Herzbrück y de los muchos males que allí moraban, con nombre y conciencia propios. Desde tiempos inmemoriales, el mal surgía como una bruma aterradora de la milenaria y oscura ciudadela de Hexënbruck, centro del gobierno que imponía sobre la zona del Herzbrück el Señor de la Noche Eterna, Talashek Nesgar.

Viviendo en el continente Oniria, y en un punto tan cercano al Herzbrück, los elfos no habían podido evitar tener conocimiento de lo que allí ocurría. No les era extraño, pero hasta entonces, hasta ese momento en el Consejo, todo aquello había formado parte de lo que quedaba más allá de su mundo perfecto, implicaba y afectaba únicamente a los seres humanos que habitaban los territorios de Nesgar, en su mayoría pobres montañeses que se legaban, generación tras generación, poco más que hambre y miedo. Ellos, los elfos de largas vidas y pensamientos puros, no habían hecho otra cosa que estremecerse al escuchar ocasionalmente las noticias: que las gentes vivían aterrorizadas en los territorios gobernados por Talashek, los muertos recorrían lentamente sus senderos, convertidos en figuras blancas y pavorosas bajo la luz de la luna.
Familias enteras se desvanecían en la noche, dejando tan sólo casas vacías que el tiempo volvía decrépitas, gimientes estructuras fantasmales…

Hasta aquel entonces, los elfos no habían intervenido, ni siquiera habían considerado hacerlo. Jamás movieron un dedo por ayudar a los pueblos o pequeñas ciudad que otrora florecían entre las montañas del Herzbrück, de muchas de las cuales no quedaba ya ni el nombre. Sólo en esos momentos, al verse afectados directamente por la misma amenaza, comprendieron de verdad la profundidad del miedo y la angustia de aquellas gentes y, algunos, los mejores, se sintieron avergonzados. Nadie se atrevió a sugerir, aunque todos lo pensaron, que, quizá, los antiguos pobladores de aquellas ciudades cuya destrucción permitieron sin intervenir, podían ser los mismos seres que ahora les perturbaban, en una especie de aterradora justicia poética.

Nadie lo dijo, pero todos lo pensaron.

Si se trataba de aquella clase de criaturas, tenían que destruirlas por completo, o nunca volverían a vivir en paz. Podían cerrar Darindoree, es cierto, usando su magia para levantar barreras invisibles que les protegieran. Pero, con la pérdida de Tirnmaesshë, esa vía había demostrado no ser infalible y ya no se sentirían realmente a salvo. Además, la creación de esas barreras requería un esfuerzo enorme y el sacrificio de uno de los suyos, que sería nombrado Guardián, cuya mente se fundiría con el entorno en una duermevela eterna. Dejaría de ser, dejaría de estar, dejaría de sentir para convertirse en otra cosa, una parte más de un gigantesco mecanismo mágico. Esa renuncia a su propia individualidad aterrorizaba a los elfos. No, lo mejor era destruir por completo aquella amenaza.

Así pues, por segunda vez en su historia desde que llegaron a las tierras de Oniria, organizaron un gran ejército.

Diez mil elfos, la flor y la nata de la juventud de esa raza magnífica, salieron un frío amanecer de Elvewyn’Di’relin, avanzaron hasta dejar atrás el bosque mágico, y se alinearon frente a las grutas por las que, tras la última contienda, habían entrado sus enemigos.

Sobre la mayor parte de ellos, fue la última vez que brilló el sol.

Cuentan las leyendas que hubo un gran combate en las profundidades del mundo. Elfos y criaturas del mal lucharon y lucharon durante tres días y tres noches, temiendo, cada uno de ellos por distintas razones, ceder un terreno que podía costarles la victoria. Los elfos poseen un corazón firme, valiente, y habían ido allí a vencer o morir, puesto que de ellos dependía el futuro de su pueblo, pero sus adversarios eran demasiados y tuvieron que retirarse bruscamente…
Tan bruscamente que muchos de los suyos se vieron allí atrapados, incapaces de alcanzar la salida, y los pocos supervivientes no pudieron hacer nada por ellos.

Apenas doscientos elfos malheridos y enfermos, algunos con el estigma escarlata de la maldición del Vödarack en sus cuellos, regresaron a Elvewyn’Di’relin. Aquellos que podían caminar por sí mismos, aunque fuera arrastrando pesadamente los pies, cargaban con los que se hubieran derrumbado sobre el polvo, inconscientes, delirantes, en muchos casos con la mente totalmente rota, perdida en el aterrador recuerdo de las cosas espantosas que habían visto. Las gentes de la ciudad salieron a recibirlos y los vieron pasar, en absoluto silencio, desolados, horrorizados, apenas capaces de soportar la sensación de profunda derrota que emanaba de ellos.

Entre esas gentes se encontraba Glewil Engeve’Fer, la de los Ojos de Cielo, una joven y hermosa elfa de la noble Casa de Te’Feivra. Glewil era la nieta menor de Sabio de Años, y había nacido tras la caída de Tirnmaesshë y el establecimiento definitivo de los elfos en Darindoree. Había sido una de esas niñas cuyas risas puras jamás supieron lo que era el dolor o la pena, y la joven en que se había convertido ni siquiera era capaz de imaginar que tales sentimientos pudieran existir. Ese día, por primera vez, los percibió, casi incrédulamente, como un peso sofocante sobre el pecho, mientras observaba ansiosa los rostros de cuantos iban pasando por delante en una procesión lenta y sombría, buscando uno, uno concreto y muy amado, que no consiguió encontrar. Entonces, su corazón se rompió en mil pedazos y se llevó las manos a la cara. La encontró húmeda, cubierta de lágrimas, ella, que no sabía lo que era el llanto, y lanzó un gemido amargo y doliente que hizo estremecer las raíces de los edificios vivos de Darindoree.

Amand Le’Tnen, su amor, su vida, aquel con el que esperaba compartir los miles de luminosos días que les quedaban por delante, no había regresado. «Volveré», le había dicho antes de alejarse para siempre. «¿Cómo podría, siquiera la Muerte, mantenernos separados?». Y luego, aquella frase que le había dicho la primera vez que la besó, aquella frase que había repetido bajo cientos de cielos estivales, y que afirmaba el vínculo indisoluble que existía entre ellos: «Tú eres la elegida de mi corazón».

Imaginar su hermoso rostro, de sonrisa risueña, franca y fácil, perdido para siempre en la oscuridad de las simas de la Ciudadela de Piedra, la mató también a ella, fulminándola con la misma contundencia que hubiera podido hacerlo una espada.

Ninguna palabra de consuelo de los que la rodeaban logró calmar la agonía que sufrían su mente y su cuerpo; al contrario, acentuaban el sufrimiento, y la ira que iba creciendo poco a poco, lentamente, pero imparable. Los maravillosos ojos de Glewil se clavaron entonces en Legebril Genei’Mashel di Dwa, General de las tropas élficas de Darindoree, el máximo dirigente del ejército que había sufrido tan amarga derrota y, también, el máximo responsable.

—¡¿Cómo te atreves?! —le gritó, ciega de dolor—. ¡¿Cómo te atreves a seguir viviendo, cuando Amand está muerto?!

Años después, antes de darse muerte a sí mismo con su espada, originando la existencia del Kayx rojo, Legebril escribió en su diario:

«¿Qué podía decirle? Los remordimientos y la incertidumbre me acosaban. ¿Ordené a Amand internarse por aquella gruta lateral porque sabía que resultaría fácil perderse, o al menos quedar atrapado? ¿Di la voz de retirada, justo en ese momento, porque sin duda así le condenaba? ¿Fue su rostro incrédulo el que vi, mirándome desde las sombras, al otro lado de la marea de esas criaturas? No sé… no sé lo que esperaba, pero cuando Glewil clavó sus hermosos ojos en mí, de aquella forma, acusándome de seguir viviendo mientras Amand yacía muerto, supe que nada de lo que yo hiciera podría lograr el milagro de que me amase, nunca, jamás, y también morí en mi interior. Me convertí en una carcasa vacía, sin alma ni significado. Sólo los dioses saben lo mucho que ya había sufrido mi corazón viendo al amigo de mi infancia conseguir el amor de la joven de mis sueños. Y sólo los dioses saben lo que sufriría, con todo lo que sucedió a continuación.»

—Puede que esté vivo —susurró Legebril, los hombros hundidos, la expresión atormentada. Una sucia venda daba varias veces la vuelta a su cabeza, conteniendo la hemorragia de una fea herida—. Su grupo se había internado, intentando rodearlos para atacarles por retaguardia. Cuando di la orden de retirada, no salieron.

Glewil jadeó, incrédula.

—¿Vivo? ¿Puede estar vivo y tú le has dejado allí?

—¿Y qué querías que hiciera? —Sabiendo que estaba haciendo lo mismo que ella, utilizar la ira para sofocar el dolor y la culpa, abarcó con un gesto el destrozado grupo de elfos—. ¡Mira! ¡Esto es lo que queda de nuestro glorioso ejército! ¡Nos hubieran rematado, Glewil!

Ella entrecerró los ojos y deslizó su mirada por los heridos y moribundos, apretando los puños hasta que sus nudillos se pusieron tan pálidos como sus mejillas.

—Ojalá lo hubieran hecho —replicó con calma mortal. A su alrededor se elevó un rumor de voces escandalizadas, pero no le importó—. Ojalá os hubieran matado a todos. ¡Cobardes!

—No sabes lo que dices. —Legebril trató de sujetarla por los hombros—. Estás confusa…

—¡Suéltame! —Glewil se retorció, como si su contacto le repugnase; así era, probablemente—. ¡No te atrevas a tocarme! —Y, luego, con una rapidez sorprendente, le arrebató la espada de su vaina. Legebril retrocedió, temiendo que, en su ofuscación, le atacase, pero ella se limitó a esgrimir el arma con determinación—. Voy a ir a buscarle. Aquel que quiera acompañarme, que lo diga.

—No seas loca… —empezó Legebril.

—¡Cállate! —le interrumpió ella, cortante—. Él era tu amigo, te llamaba hermano… —Sus ojos se llenaron otra vez de lágrimas que no llegó a derramar. Glewil no volvió a llorar, nunca—. ¿Cómo pudiste… cómo pudiste abandonarle allí, habiendo una sola posibilidad de que siguiera con vida?
Legebril enrojeció bajo su mirada acusadora y no dijo nada más. Glewil le dio la espalda, un gesto definitivo y terminante, que dejó muy claro que para ella, Legebril ya no existía. Miró a los que les rodeaban.

—¿Quién va a venir conmigo? —Nadie habló. Los elfos se removieron, incómodos, avergonzados por sus miedos. Ella sonrió amargamente—. ¡Cobardes! ¡Os consideráis superiores al resto de las razas y sois incapaces de enfrentaros con ninguna! ¡Os alimentáis de palabras mientras vuestra debilidad os destruye! ¡Merecéis desaparecer de las líneas de la Historia sin dejar detrás ni el menor rastro! —Y, entonces, ante el horror de los suyos, pronunció las palabras que firmarían la definitiva escisión de la raza elfa—. ¡No pertenezco a vuestro pueblo! ¡Renuncio a ser quien fui, renuncio por siempre a las líneas de mi estirpe, al lazo con mi origen y a cualquier relación que pudiera tener con cualquiera de vosotros! —Sus ojos se detuvieron en su abuelo, Sabio de Años, y por primera vez titubeó, pero el dolor, el rechazo, el odio, eran demasiado grandes—. Ya no soy Glewil Engeve’Fer. Esa pobre elfa insulsa y tonta que creía y confiaba en la lealtad de su familia y sus allegados, ha muerto en el día de hoy, y no tengo nada que ver con ella. No sé quién soy, pero sé quién no soy.

Sin más, dio media vuelta, y se alejó de Elvewyn’Di’relin. Algunos sugirieron la idea de ir tras ella y obligarla a regresar, por la fuerza de ser necesario, pero Sabio de Años negó con la cabeza.

—Sería inútil intentarlo. Y tiene razón —añadió, pálido y con aspecto agotado—. Sea quien sea, no es Glewil.

Miró de reojo a Legebril y éste tuvo la sensación de que el anciano sabía lo que había hecho y por qué lo había hecho. Y ya no hubo excusas, preguntas, ni límites para su culpa. Horas después, protegido por las sombras de la noche, también él abandonaría Darindoree, sin despedirse de nadie, para arrastrar por el mundo sus remordimientos. Tardó mucho en morir, en adquirir el valor suficiente para darse muerte por su propia mano; fue una larga y lenta agonía.

Así fue que, cuando llegó a la entrada del Abismo, Glewil Engeve’Fer no tenía nombre.

Era sólo una elfa llena de cólera, de dolor, vacía de todo sentimiento positivo, de nada que no tuviera que ver con la obsesión por recuperar a su amado y por vengarse de aquellos que habían provocado su muerte.

No sintió miedo cuando contempló la entrada al abismo, ni cuando se la tragaron las sombras, ocultándola para siempre, según dicen, a la visión de los mortales. Sólo concedió una atención secundaria al hecho de no encontrar ni un solo cuerpo yaciendo destrozado, muerto, en las primeras cavernas que recorrió. No había nada y de no ser por la sangre que manchaba las rocas con un sucio color óxido, nadie hubiera podido decir que allí había habido una gran batalla.

Caminó durante días y noches, sin descanso, sin comida, impulsada únicamente por aquella poderosa fuerza interior que le otorgaba engañosamente su odio, avanzando con paso firme por senderos de roca, por túneles angostos, por puentes sobre insondables precipicios. Empuñaba la espada de Legebril de una forma inconsciente y descuidada, como si fuera una extremidad más en la cual no malgastaba ni un solo pensamiento.

En realidad, ya no buscaba nada, pero encontró la caverna.

Glewil reparó por primera vez en su entorno. El eco de sus pisadas reverberaba en las gigantescas distancias que separaban el suelo del lejano cielo de piedra. Un arroyo de aguas cristalinas y terriblemente frías discurría justo por el centro del lugar, mostrando en sus profundidades las extrañas formas de vida que lo habitaban, principalmente peces ciegos que emitían una luminosidad extraña y plantas deformes, hinchadas por tumores oscuros, que se mecían pesadamente en su fondo. Unas columnas de piedra jaspeada de Kayx negro, estalactitas y estalagmitas de dimensiones descomunales y terriblemente hermosas, sostenían la amplia bóveda, manteniéndola en su eterna oscuridad. La luz de la antorcha que movía Glewil arrancaba brillantes destellos de los ricos metales que aparecían en vetas dispersas, y provocaba el vuelo errático y alarmado de los murciélagos que surcaban aquel amplio espacio con estridentes chillidos.

Un suave susurro llamó su atención.

No tuvo miedo, exactamente, pese a que el horror tomó la forma de una criatura de apariencia ya sólo lejanamente humana, pálida, de ojos brillantes, acostumbrados a mirar en lo oscuro. Tras ella, surgieron otras, y otras, y pronto Glewil se vio rodeada de rostros demacrados que habían olvidado lo que era la vida. Pero únicamente parpadeó cuando, entre ellos, reconoció al primero de aquellos que habían sido sus amigos, los elfos que habían acudido a presentar batalla y que habían atesorado la más amarga de las derrotas: se habían convertido en una versión distorsionada, quizá incluso más abyecta aún, del enemigo que pretendían vencer.

En realidad, en un primer vistazo, hubiera podido decir que realmente eran los mismos de siempre, que no habían cambiado nada en absoluto, porque su piel no era tan pálida, ni estaban tan demacrados; al contrario, conservaban el mismo aspecto que habían tenido siempre, el que hubieran mostrado en sus recuerdos, de no haberles vuelto a ver jamás. Sólo al fijarse el suficiente tiempo en sus ojos, donde en el blanco se deslizaba ocasionalmente una sombra oscura, una especie de líquido negro que se movía con lentitud, expandiéndose y contrayéndose de forma pavorosa, era posible captar el cambio y, de hecho, imposible, dejar de hacerlo.

La multitud la rodeó, formando un amplio círculo, manteniendo las distancias pero encerrándola en un espacio en el que se sintió prisionera. Glewil giró sobre sí misma, observándolos con fría determinación, consciente por primera vez en días de la empuñadura enjoyada que blandía en la mano derecha. No estaba segura de contra qué usar el arma, si contra aquellos seres, o quizá contra sí misma, para evitar convertirse en una más de esos espectros sin vida. Casi había tomado la decisión cuando el círculo se abrió silenciosamente en un punto, cediendo el paso a un elfo de aspecto regio.

Amand.

Glewil oyó un gemido, un sonido doliente y destrozado, y tardó unos segundos en comprender que había sido ella quien lo había emitido.

Amand sonrió, una versión distorsionada y terrible de aquella forma que tenía de sonreír en otros tiempos, la forma que la había enamorado y que tan profundamente llevaba arraigada en su corazón. Pero era su sonrisa, después de todo, y latió en el cuerpo de Glewil levantando rumores de loca esperanza, de sueños frágiles como delicado cristal, resquebrajados pero aún posibles.

—Amand… —susurró.

—Suelta esa espada, Glewil —dijo él. ¿Sonaba su voz también distinta? ¿Más ronca, más profunda, como si hubiese gritado y gritado contra el fragor de un auténtico infierno, corrompiéndose con su maldad de alguna manera? Pero ya estaba a su lado y sostenía su mano, y le había arrebatado el arma, que resonó con fatalidad al chocar contra el suelo. Tenía los dedos tan fríos, tan fríos… —Ya no la necesitas. No la necesitarás nunca más.

No. Era cierto. No la necesitaría. Su destino estaba tan sellado como el de todos cuantos la rodeaban, como el de Amand, como el de la propia raza élfica, sobre la que caería el estigma de aquel espantoso cambio, aquella división, igual que había ocurrido sobre otras, antes.

—¿Estás…? —empezó, pero no supo cómo continuar. Él se echó a reír y terminó la frase por ella.

—¿Muerto? Sí, sí lo estoy. —La sombra oscura cruzó el blanco de sus ojos, como reafirmando sus palabras—. Y vivo. Pero no es eso lo peor, ¿sabes? Lo peor fue sentir el dolor de la traición. Aquel al que consideraba mi hermano… ¡mi hermano! —repitió con repentina cólera, que la hizo retroceder un paso—. Me condenó a ser lo que soy ahora. Supongo que no puedo culparle —añadió, al cabo de unos momentos, recuperada la compostura—. Te deseaba a ti, siempre lo supe y puedo entenderlo. —Ella se ruborizó, incómoda. Amand alzó una malo y le rozó apenas la barbilla con la yema del dedo índice—. ¿Qué has venido a buscar, Glewil? ¿Lo que has encontrado, acaso?

—Quería encontrarte a ti, Amand —respondió, con un hilo de voz, sofocada por mil sentimientos contradictorios—. Quería estar contigo, a cualquier coste.

Un brillo que le asemejó enormemente al Amand de antaño resplandeció en sus pupilas, pero desapareció tan rápidamente que Glewil se preguntó si no lo habría imaginado, por la pura necesidad de verlo. Amand torció la boca en un gesto amargo.

—A cualquier coste. Un deseo ciertamente peligroso, amada mía. Quizá descubras que, en definitiva, no deseabas eso, exactamente. —La miró lentamente, de arriba abajo—. Y sin embargo, ya es demasiado tarde para echarse atrás. Estás aquí, y no vas a irte a ningún lado.

—No me importa.

—Siempre tan impulsiva —gruñó, impaciente—. Pues claro que te importa. No soy el Amand que conocías, no lo soy, Glewil. Soñé, y ahora soy alguien muy distinto. —Tardó unos momentos en continuar, como si buscase la forma de explicarle algo. Una fría determinación pareció envolverle—. ¿Sabes lo que ocurrió? —Se apartó repentinamente un par de pasos y chasqueó los dedos en el aire, con brusquedad. Uno de los individuos, uno de los no elfos, avanzó hasta estar a su lado—. Estas criaturas inferiores nos vencieron cuando éramos débiles mortales y arrastraron nuestros cuerpos al interior de estas grutas, con la idea de entregarnos como despojos a… digamos, lo que consideran sus perros. Pero, antes de que pudieran hacerlo, desmembrarnos, descuartizar nuestros cadáveres desangrados, Despertamos a la sombra del Kayx negro…

—¿El Kayx?

Amand apoyó ambas manos en su pecho.

—Se abrió paso a través de nuestra piel, impregnó nuestra carne, entró en el vacío de nuestras venas y se deslizó sigiloso como un ladrón hasta nuestros corazones, haciéndolos vibrar otra vez, llenos de fuerza. En realidad, no sé qué fue antes, si el primer Latido, o el primer Sueño. En ambos casos, hubo dolor, sin duda, porque todo nacimiento tiene su propia agonía, su propio…

Se estremeció, enfrentado a visiones que quedaban más allá de la percepción de Glewil. Quizá fuera para mejor, porque el propio Amand parecía encontrarlas terribles y las apartó con un gesto firme.

—Sí, fue el Kayx —continuó—. El Kayx, y no el estigma del Vödarack el que nos cambió, amada mía, y en esta forma, somos mucho más poderosos que ellos, aunque suframos de algunas de sus mismas debilidades. —Desenvainó la espada y apoyó su filo en el cuello del individuo, que no se inmutó—. Ahora son nuestros esclavos, viven para servirnos y mueren para nuestro deleite.
Apretó lentamente, cortando piel, carne y huesos, hasta seccionar la cabeza del cuerpo, con una facilidad asombrosa, como si hubiera estado hecho de simple gelatina. El otro no hizo ni el menor amago de resistencia y no surgió ni una sola gota de sangre de la profunda herida.

El cuerpo cayó flojamente; la cabeza se estrelló con un golpe sordo contra el suelo de piedra y después rodó hasta chocar con los pies de uno de los suyos, quien ni siquiera la miró. Amand observó pensativo la cabeza decapitada, y hubo un toque de pesar en su voz al decir:

—Ya ves, Glewil. Al final, la victoria, fue nuestra.

—¿La victoria?

Amand se encogió de hombros.

—O la derrota. Considéralo como quieras. La Bendición Oscura, en cualquier caso. —La miró, con los brazos en jarras—. Tú contemplarás nuestro apogeo y compartirás mi poder. No te equivoques, Glewil, no tienes alternativa.

—No la he pedido.

—Lo sé. –Amand sonrió–. Y eso me complace. Siempre fuiste alocada, pero también valiente, capaz de asumir con la cabeza muy alta las consecuencias de tus actos. —Sus ojos refulgieron, esta vez con una tonalidad rojiza que hablaba de muerte y condena, y aquella agua negra que vivía en su interior se deslizó, se expandió como una mucosidad pegajosa y repugnante, hasta ocupar y oscurecer con su presencia todo espacio blanco—. Ven a mí, Glewil.

¿Había avanzado, de verdad? Debía ser así, porque estaba otra vez frente a él, muy cerca. Sentía las manos de Amand en su cintura, atrapándola con su toque helado, atrayéndola hacia la negrura de su mundo. El lanzó una risa queda y se inclinó a besarla. Apenas un roce en sus labios, tan suave como el aleteo de una mariposa y, sin embargo, el frío la arrasó, la penetró totalmente, entumeciéndola hasta la médula de los huesos, nublando sus sentidos, abotagando todo pensamiento. A su alrededor, se levantó un rumor de sonidos cuando todos los que les rodeaban, se pusieron de rodillas al unísono.

—Renuncio a la Vida, renuncio a la Luz. — ¿Por qué había dicho eso? Era lo apropiado, sin duda. Glewil tembló, como una hoja sacudida por el viento.

—Tú eres la elegida de mi corazón —musitó Amand contra su piel helada. Cuán espantosas sonaban ahora esas palabras, cuán retorcidas, cuán terribles, como gusanos viscosos que se deslizaran siguiendo el rastro húmedo que marcaban los labios de Amand, avanzando por su mejilla, por la sensible piel bajo su oreja, hasta llegar a su cuello, donde se detuvieron durante una larga, larga, larguísima eternidad. La sangre de Glewil bramó ante el contacto, un pálpito rugiente, una llamada, una necesidad… una entrega sin condiciones. Él se apartó, y le tendió una mano—. Ven, Glewil.

Glewil extendió el brazo y apoyó palma contra palma. Los dedos de Amand, helados, rodearon los suyos.

Y fue, lo que tenía que ser…


Año: 2009.
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