Enrique despertó de un sueño lleno de luz, de esos que luego le gustaba conservar.

En él, había estado paseando con sus padres, y con sus cinco hermanos y hermanas, por la vieja vereda que serpenteaba junto al Río Irt, sintiendo el aire fresco golpear con fuerza contra su cara, y el roce juguetón y cariñoso del hocico de su perro, Karu, en las rodillas.

Había podido oír con claridad el murmullo milenario de la brisa agitando los cañaverales, y oler la tierra húmeda, y los jazmines que llevaban su madre y sus hermanas en el pelo, y el intenso aroma del tabaco que ardía en la vieja pipa de madera negra que fumaba su padre.

En su sueño, era la hora del crepúsculo; el cielo, rojo sangre, se reflejaba sobre las quietas aguas del inmenso río, volviéndolas de fuego, dibujando en líneas púrpura las estelas dejadas por las formas oscuras de los cocodrilos. Oyó el graznido de algunos patos, en la lejanía. Alzó la cabeza, para verlos volar, muy alto, agrupados en una punta de flecha con sabor a aventura, señalando hacia algún lugar muy lejano.

Su padre, diplomático darkeno, destinado desde hacía varios años en aquel remoto punto del Bostan al Sa’Adat, el Jardín del Gozo originado por el Río Irt en El Ta’Nnari, le pasó un brazo por los hombros, y le dijo cuan orgulloso se sentía de él, y cuánto le apenaba que tuviera que irse, pero que lo hiciera, ya que no podía refrenar el impulso. Su madre, ocultando su tristeza, se limitó a sonreír, con aquella dulzura que tanto amaba.

Quería ser Caballero de Arianna. Quería empezar una vida de aventura y perfección, que aportara algo bueno al mundo.

Todo estaba bien, todo era perfecto, todo se veía envuelto en una intensa y frágil belleza…

El sueño le abandonó súbitamente, arrebatándole la paz de espíritu, el rojo sol, y los sonidos, y el aroma de los jazmines y el tabaco, y el húmedo hocico del perro, dejándole tan sólo aquella intensa, insoportable, sensación de tristeza, de pérdida, de absoluta e inesperada derrota. Estaba en la torre, en su prisión, su condena, en medio del inmenso Horsenal de D’Arken. Enrique se estremeció, desde el pico hasta la punta de la cola, levantó un párpado y gruñó una maldición – la oyó como un graznido seco, y agitó confuso las alas –, al reparar en que todavía era de noche, y que seguiría siéndolo por mucho tiempo, muchas horas.

No se oía ningún sonido; era uno de esos instantes mágicos en que nada parecía capaz de perturbar la paz del mundo. El frío titilar de las estrellas, la gigantesca luna llena, la profunda negrura del cielo, la silueta, alta y gris, de la torre… todo tenía un lugar y un sentido, y parecía formar parte de un Orden en el que había creído firmemente en tiempos pasados, y muy débilmente ahora. Giró la cabeza. Servodeo y Otro dormían a su lado, sujetos al amplio alféizar de la ventana, con las cabezas casi ocultas bajo las plumas.

Enrique miró hacia el jardín y lo halló envuelto en la luna llena, brillando bajo una intensa luz plateada, que iluminaba la escena con la misma claridad que un sol de mediodía. Aún así, le costó unos segundos distinguir correctamente las familiares formas rectas de los setos, los elaborados bancos de hierro, la fuente de piedra oscura, y los afilados picos de las barras metálicas que coronaban la larga tapia que separaba aquel lugar del resto del bosque, convertido ahora en un cúmulo insondable de negrura. No eran las sombras las que confundían las siluetas, y lo sabía. Enrique siempre tenía dificultades en enfocar la vista. Sus ojos y su cerebro de ave funcionaban perfectamente; era su inteligencia, todavía humana, la que le producía aquella desagradable sensación de mareo, pues se empeñaba en buscar inútilmente los colores y la profundidad que había captado en otros tiempos.

Bostezó y ladeó la cabeza, sintiéndose adormilado, preguntándose, confuso, qué podía haberle arrancado tan bruscamente de su hermoso sueño, y si sería capaz de recuperarlo. Tardó tanto en reparar en ella que, cuando por fin la vio, la figura estaba muy cerca, apoyando ya las manos sobre las puertas metálicas que conducían al bosque, bastante más bajas que el resto de la tapia, y sin afilados picos en su curvo y sinuoso borde superior. Con un salto ágil, lleno de gracia, el intruso, silenciosamente, empezó a trepar.

Enrique dio un respingo, extendiendo las alas por la sorpresa, y golpeó a Otro, quien levantó confuso la cabeza y le miró sin haber despertado todavía. Al otro lado, Servodeo, que tenía un sueño mucho más ligero, percibió la débil conmoción, e, irguiéndose rápidamente, clavó en él sus pálidos y fríos ojos azules, tan llenos de inteligencia y de perspicacia, tan extraños en un cuervo.

Nadie que los viese podía evitar pensar que había tras ellos una mente muy superior a la de un pájaro cualquiera, y era cierto. Ya entre los hombres, Servodeo se había destacado por su agudo ingenio, que esgrimía como un arma, de un modo implacable, y por una voluntad fuera de lo común, que ni siquiera toda la magia del Maestro había podido doblegar, sólo contener. En su pequeño cuerpo de cuervo, Servodeo seguía siendo Servodeo: un intelecto tan desmesurado como su ego, despiadado, genial, a veces soez, astuto, cruel, mordaz, infinitamente alegre y, sin duda, desproporcionadamente seguro de su buena suerte, a la que él acostumbraba a llamar Justicia; y era como si todo eso, su personalidad, hubiera adquirido una dimensión realmente física en sus ojos azules.

También le hacía diferente el hecho de que, en otros tiempos, hubiese sido un poderoso sacerdote de la Secta de la Tríada Espumosa, servidores de tres de los Ancestrales de Mûmmû, el Tumulto de las Olas, en Mar de Islas, pues eso le había permitido conservar sobre la frente el mechón de cabello níveo, símbolo de su fe, que portaban todos los Elegidos. Cierto que ahora se había convertido en una pequeña cresta de plumas blancas, y que, con el tiempo, con el paso de los años, su aspecto se había vuelto deslucido y ajado, pese a las muchas horas que dedicaba cada día a limpiarla esmeradamente, pero eso, en definitiva, carecía de importancia. Para Enrique, que, como Caballero de la Orden Luminosa de Arianna, había soñado con pasar a formar parte tanto de la Historia como de la Leyenda, con inmortalizar su nombre, su valor radicaba en que, simplemente, le hacía distinto.

Otro y él tan sólo habían conservado sus personalidades. Exteriormente eran como dos gotas de agua, tan idénticos que ni siquiera el Maestro era capaz de distinguirlos, y, cuando se refería a ellos, generalmente para ordenarles alguna cosa, les llamaba simplemente cuervos, en lugar de usar el nombre propio, como en el caso de Servodeo. Enrique suspiró, tratando de controlar su envidia, y avergonzándose de ella. En realidad, no podía quejarse. Otro ni siquiera había mantenido el nombre; una vez transformado, nunca volvió a recordarlo. Fue Servodeo, el veterano, quien lo bautizó como Otro Más.

–¿Se puede saber qué ocurre? –preguntó Servodeo, con una modulación plenamente humana, profunda, enronquecida por el sueño. Enrique sintió el pico seco; le ocurría siempre que llevaba varias horas sin hablar y se apoderaba de él la duda de que realmente pudiera hacerlo. La idea de graznar, le aterrorizaba. Ajeno a su angustia, Servodeo miró al cielo–. No son ni las tres, cuervo loco. Sabes que me cuesta mucho conciliar el…

–Alguien está saltando la tapia –le interrumpió Enrique antes de que Servodeo se extendiera en sus protestas. Una vez más, lo había conseguido, seguía siendo él. Le agradaron los sonidos que acababa de formular y, mientras señalaba con un ala hacia la pequeña figura que se movía en la noche, embozada en una oscura capa, atravesando sin ruido el descuidado jardín, buscó algo más que decir, sólo por el placer de oírse–. Lo siento, no era mi intención despertaros, pero me asusté. Creo que deberíamos avisarle del peligro.

–¿Ah, sí? –Servodeo pareció encogerse indolentemente de hombros y le contempló con severidad–. Vaya. ¿Y por qué debería hacerlo? Eso no es asunto mío. A mí nadie me dijo nada cuando se me ocurrió la nefasta idea de presentarme en este horrible lugar. –Bostezó, pero dejando claro que, al margen del sueño que pudiera tener, la cuestión le aburría–. Tú haz lo que quieras, no seré yo quien se interponga entre tú y tú… ¿cómo lo llamas? ¿Honor? ¿Dignidad? No sé, en esos temas siempre me confundes. Recuerdo que usas para él una palabra, y que la usas mal, de hecho. Entre tú y tu amor por ti mismo, para que nos entendamos. Yo intentaré volver a dormir, si es que no tienes inconveniente. Enrique sintió que hervía de indignación. Servodeo tenía la facultad de sacarle de quicio, completamente, y en muy poco tiempo. De no haber tenido a Otro entre ellos, probablemente le hubiese dado un picotazo.

–Servodeo, eres un cuervo ruin y despreciable y, sólo por eso, terminarás tus días siendo un cuervo ruin y despreciable.

Servodeo no se ofendió en absoluto; hizo una mueca indefinida con el pico y acolchó sus plumas.

–Error, querido amigo. A estas alturas, deberías conocerme mejor. Yo no moriré como cuervo. Mis creencias son mi fuerza, y mis creencias son firmes, sólidas, pues he podido comprobar innumerables veces la realidad del poder de Mûmmû, y sé que, ésta, no es más que una prueba, un examen, que tuvo un comienzo, y tendrá un final, en el que recibiré un gran premio por mi entereza. He visto a muchos como Otro perder definitivamente su humanidad y alejarse volando para vivir y morir como cuervos, pero yo soy distinto. Incluso tú lo eres, aunque en menor medida. Fuiste un Caballero, y, por supuesto, eso te hace más resistente, pero no te quepa la menor duda de que, algún día, te irás, y yo observaré tu vuelo y meditaré sobre la triste suerte que corren aquellos que carecen de auténtica fe en…

–¡Eh! Creo que es una mujer – murmuró Enrique, que había seguido observando la silueta furtiva, sin hacerle caso. Había alcanzado la base de la torre y, por sus movimientos, dedujo que buscaba un buen sitio para escalarla. Un gesto brusco había liberado su larga melena, negroazulada bajo la luna, de la capucha de cuero–. Sí. Parece una muchacha.

–¿Una muchacha? –repitió Servodeo, repentinamente interesado. Tuvo que inclinarse sobre el alféizar para poder verla y empujó bruscamente a Otro, que había vuelto a dormirse, contra Enrique.

–¿Qué ocurre–graznido–qué pasa? –Otro sólo llevaba dos años en la torre, pero Enrique no creía que pasara un verano más con ellos. Tampoco Servodeo lo esperaba; en las últimas semanas habían hablado largamente del tema, sin llegar a ninguna solución. Enrique agitó tristemente la cabeza, enfrentándose a aquella idea como se enfrentaba al misterio inevitable de la muerte. Pese a sus esfuerzos, Otro se marcharía, y, si no eran capaces de convencer al Maestro para que les devolviera su forma, ellos también lo harían, tarde o temprano.

–Una chica está escalando la torre –le explicó apresuradamente, en un rápido susurro – Y haz el favor de no graznar.

–No lo–graznido–hago –protestó débilmente Otro, inclinándose para ver qué miraba Servodeo. Como todavía no había conseguido desprenderse del pegajoso sueño, estuvo a punto de deslizarse del alféizar, pero Enrique le ayudó a recuperar el equilibrio–. No veo–graznido–a nadie.

–Justo debajo de ti –Señaló amablemente Servodeo, haciendo gala de su habitual condescendencia para con todos aquellos menos dotados que él. Lo cierto es que, probablemente, la Segunda Cabeza de la Tríada fuera la única que no formaba parte de ese grupo.

–Ah, sí–graznido–deberíamos avisarla–graznido–Maestro se despertará y …

Otro les miró alternativamente, indeciso, un poco angustiado. Ni siquiera cuando era humano le había gustado tomar la iniciativa en nada, por lo que esperaba que no le obligasen ahora a hacerlo. Otro empezaba a ser feliz tal y como era; amaba volar, le hacía sentir una grandeza que jamás había experimentado cuando portaba el cuerpo y la mente de un hombre pequeño. Los pensamientos eran cortos y fugaces, es verdad, pero también lo era el dolor.

A veces, Otro era vagamente consciente de voces y rostros que significaban algo, que le reclamaban desde un remoto pasado, pero carecían de fuerza, de auténtica intensidad, y todo se ocultaba tras una cortina que, poco a poco, iba aumentando el grosor de su tela.

–… la transformará en cuervo –terminó Enrique.

–Error, amigo mío –Servodeo alzó la cabeza y sonrió torvamente–. La transformará en cuerva.

–¿Qué quieres decir? –Ni siquiera se planteó la cuestión de si el término existía o no. ¿A qué pararse en la forma, cuando el fondo de aquella frase era tan… perturbador? De haber sido posible, las plumas del rostro de Enrique se hubieran teñido de rojo. Servodeo percibió su turbación y agitó las alas, divertido.

–Exactamente lo que he dicho, Enrique. Nunca hemos hablado de sexo, pero…

–¡Oh, por favor, Servodeo! –Enrique retrocedió y agitó la cabeza, escandalizado–. ¡Calla! ¡No quiero seguir escuchándote! ¿Cómo puedes ser tan inhumano?

–Bueno, como tú mismo has señalado antes, soy un cuervo ruin y despreciable, lo cual me convierte, no sé si estarás de acuerdo, en bastante inhumano. ¿Es que hasta alguien así debe gobernarse por tus ridículas normas morales, Caballero de segunda? Escucha, Enrique –dijo, golpeándole con la punta del ala en el pecho, tras apartar al pacífico Otro a un lado–, llevo diez años, diez –insistió, recalcando el número –, con esta forma y jamás, jamás, me he encontrado una hembra que fuera interesante. Dado que las mujeres no suelen enfrentarse al Maestro, había perdido toda esperanza de pasar un buen rato en, digamos, los próximos veinte años, y aunque es verdad que la Sagrada Tríada de Mûmmû no permitirá que pierda nunca las ganas, es ley de vida que pierda las fuerzas, así que no te interpongas. No-ha-gas-na-da –silabeó, tajante.

–¿Es una orden? –preguntó Enrique, enfadado. Servodeo frunció el ceño.

–También puede ser una amenaza, o la advertencia de un buen amigo. Tómalo como quieras, Enrique, pero no te aconsejo que me lleves la contraria en este asunto. Por mí, puedes dedicarte a salvar a cuantas mujeres quieras, pero esa chica es mía. Si intentas advertirla, si tratas de alterar su destino, de cualquier forma, yo mismo iré a despertar al Maestro. Quién sabe, quizá eso me reporte un premio y pueda venir de visita, a echarte alpiste, cuando vuelva a ser humano.

–Mirad, ha–graznido–entrado por la ventana–graznido–del estudio del–graznido–Maestro.

Otro interrumpió una discusión que podía haberse extendido hasta las primeras horas del día. Enrique sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

¡El estudio! ¡El lugar donde el Maestro guardaba su arsenal de objetos mágicos y escritos místicos! O estaba loca o desconocía la importancia de esa habitación. Quizá la codicia le había nublado los sentidos, como le sucedió a Otro, o quizá la ambición, como les ocurrió a Servodeo y a él mismo, concluyó con amargura. Había dispuesto del tiempo suficiente para darse cuenta de que era la soberbia y no la fe en sus creencias lo que le había conducido hasta aquella lóbrega estructura, al considerarse lo suficientemente puro como para tener derecho a erradicar el mal de la superficie de la Tierra. Debió haber comprendido antes que ni siquiera la diosa Arianna, a la que decía servir, se había atrevido nunca a semejante acto de petulancia.

–Está perdida –ronroneó Servodeo, como un gato complacido, paladeando las palabras–. Ya te tengo, preciosa.

Enrique inspiró profundamente, envuelto en una extraña sensación de fatalidad. No podía permitirlo. Le constaba que tenía pocas posibilidades, si es que realmente disponía de alguna, pero, simplemente, no era capaz de quedarse al margen y dejar que aquella desventurada sufriese el destino que le deparaba Servodeo. Simuló resignarse, y se acomodó perezosamente al borde del alféizar, como si se dispusiese a seguir durmiendo. Una milésima de segundo después, su silueta se lanzaba en picado hacia la ventana del tercer piso, la que acababa de forzar la muchacha.

Servodeo, tomado totalmente por sorpresa, dio un par de nerviosos saltitos, lanzó una sagrada imprecación y una retahíla de terribles promesas, entre las cuales la más leve era la de romperle las dos patas en mil pedazos, y alzó también el vuelo, pero su destino se hallaba en el interior, en ese mismo piso, a pocas puertas de distancia: el dormitorio del Maestro.

Otro permaneció en el alféizar, totalmente inmóvil, acobardado y confuso ante la sorprendente e intensa actividad que se estaba produciendo a su alrededor. No sabía qué hora era, había olvidado cómo y para qué dividir el tiempo con tal precisión, pero le constaba que se encontraba en el momento oscuro, y que en el momento oscuro todo debía llenarlo el silencio, y el sueño. Otro cerró los ojos y esperó, esperó, esperó… Cuando logró ahuyentar su desconcierto, ya había olvidado que alguien había entrado en la torre; con una vaga incomodidad, porque echaba de menos el calor de sus compañeros, ordenó primorosamente sus plumas alrededor de su cabeza y se deslizó hacia un sueño sin sueños.

Mientras descendía, Enrique no estaba seguro de lo que iba a hacer.Se había movido sin reflexionar, impulsado por un hálito de algo que tenía implantado muy firmemente, y muy en el centro de sí mismo. En una ocasión, enormemente lejana en el tiempo y el espacio, había jurado proteger a todas las mujeres con las que se encontrase en su camino e, incluso en su patética forma actual, ese juramento tenía predominancia sobre su vida.

Revoloteó alocadamente, entorpecido por su propia prisa, pues sabía que cada segundo que pasase podía ser vital, y alcanzó la ventana abierta del tercer piso. Un punto de luz muy tenue, brillaba en el oscuro interior, moviéndose lentamente de un lado a otro. Enrique se apoyó con suavidad en el grueso marco de madera – las ventanas del estudio del Maestro tenían marco, y cortinas de terciopelo, y hermosos rectángulos de cristal que creaban una multitud de arco iris a primeras horas de la tarde –, entornó los ojos, tratando de enfocar correctamente la visión, y miró hacia dentro.

No había más luz que la vela que llevaba la muchacha entre dos dedos, apenas un cabo que emitía una luminosidad amarillenta. Enrique descubrió, con sobresalto, que había cogido del estante central la Caja de Extraordinaria Fortuna, y que ahora, con ella bajo el brazo, examinaba llena de curiosidad la Diadema de Excelente Idea que colgaba en la pared, entre el Cuadro de Viaje Instantáneo, y el Escudo de Protección Invulnerable. Extendió una mano…

–¡No te asustes vete rápido él puede venir vete rápido! –lo dijo todo de un tirón, con una voz potente y clara, que sonó casi como si hubiese sido emitida por un tercero que observase la escena entre la muchacha, una belleza esbelta, de largas piernas, labios rojos, y grandes, inmensos, ojos verdes, ahora podía verlo, y el negro cuervo que aleteaba nerviosamente en la ventana.

Ella ahogó un grito y, aunque retuvo la vela, con la sorpresa, dejó caer la caja, que chocó contra el león de piedra que adornaba el bajo de la chimenea y se abrió, volcando parte de su inagotable contenido sobre la alfombra. Primero fueron brillantes monedas de oro, de distintos tamaños y formas, luego enormes piedras preciosas que se alternaron con joyas de exquisito diseño y perfecto acabado. En los escasos segundos que tardó la chica en recuperar la caja y cerrarla, surgieron de sus entrañas más riquezas de las que realmente podía contener.

–¿Quién es? –preguntó con una voz susurrante, tensa, llena de miedo. Buscó a su alrededor, al parecer segura de que se enfrentaba a alguien invisible. Enrique vio que había sacado una daga, un destello metálico en su mano derecha, pero su actitud era totalmente defensiva–. ¿Qué quieres?

–¡No te asustes vete rápido él va a venir vete rápido! –repitió–. ¡No te asustes vete rápido…! ¡Basta! ¡Debo controlar el pánico! –Y, como primera medida, entró en la habitación y se detuvo sobre la repisa de la chimenea. La muchacha le observó con los ojos muy abiertos, asombrada–. ¡Déjalo todo, tienes que irte ahora mismo! ¡Servodeo va a despertar al Maestro! –Al darse cuenta de que ella tardaba en salir de su estupor, empezó a dar saltitos–. ¡Vamos, no hay tiempo que perder! ¡Fíjate en todo este estropicio! ¡Tienes que ayudarme a recoger hasta la última moneda, y desaparecer como si no hubieses estado nunca aquí, de otra forma el Maestro me desplumará por no decírselo!

–¿Eres… eres un cuervo? –La muchacha arqueó las cejas, incrédula.

–¡Vaya pregunta! ¡Pues claro que no! Mira, hay dos monedas bajo ese armario. –Señaló, con un ala–. Han llegado hasta allí rodando. Haz el favor de sacarlas, cuanto antes.

Ella tragó saliva, se lo pensó apenas una milésima de segundo, y debió considerar que, en cualquier caso, era mejor dejar las conversaciones, y las preguntas, para un momento más apropiado, porque asintió con gesto firme, guardó la daga en el cinturón, y, apresuradamente, empezó a meter puñados de monedas y joyas en la caja. Parecía tan decidida a irse sin nada que Enrique, incluso, llegó a acariciar la idea de que había logrado salvarla, pero no.

De pronto, la puerta se abrió con violencia, irrumpiendo en la habitación un fuerte viento que no levantó por los aires ningún pergamino de los muchos que se apilaban sobre la mesa, ni agitó los costosos tapices que cubrían las paredes; ni siquiera hizo titilar, pese a su desaforado ímpetu, la débil llama de la vela que seguía portando la joven, aunque ella misma fue lanzada hacia atrás en un vuelo que sólo se detuvo al chocar de espaldas contra la pared.

La ventana se cerró con un golpe rotundo, y el silencio se apoderó de la habitación.

Enrique se había convertido en un montón de plumas erizadas. Sin apenas atreverse a dar crédito a su mala suerte, asomó un ojo, y miró hacia el umbral. La figura inmensa, amenazadora, poderosa, del Maestro, parecía desbordar el quicio de la puerta. Era muy alto, y barbado, como un gran rey de tiempos remotos. El camisón, la nariz, ganchuda y desproporcionada, y el ridículo gorro de dormir, no le quitaban ni un ápice de dignidad.

Con dos largas zancadas, el Maestro se situó en el centro del estudio, frente a la muchacha, que estaba intentando incorporarse, una vez superado su aturdimiento. Enrique vio el terror reflejado en sus ojos, y vio también que no pensaba dar al mago la satisfacción de una victoria fácil.

–¿QUIÉN DEMONIOS ERES TÚ? –tronó la voz del Maestro, amplificada por medios mágicos. Servodeo apareció revoloteando sobre sus hombros y Enrique captó su mirada, llena de satisfacción y malevolencia. ¡Voy a ser humano, voy a ser humano!, parecía decir, con cada rotundo golpe de ala–. ¿QUÉ HACES AQUÍ?

–Me… me llamo Violeta, hechicero –replicó la muchacha, medio asfixiada por el pánico, poniéndose trabajosamente en pie. Le temblaban las rodillas, pero no se arredró, ni siquiera al comprobar que el mago era mucho más alto y corpulento que ella. Volvió a sacar la daga–. Y será mejor que te guardes tu magia, es inútil que la esgrimas en mi contra, no puede afectarme. No soy tonta, no hubiera venido aquí sin tomar precauciones. Un poderosísimo… conjuro me protege.

–Ay, ay, ay, no –susurró Enrique. Aquello lo habían intentado ya muchos de los anteriores ocupantes del alféizar, al menos así se lo había dicho Servodeo. Desde luego, en esa torre se habían oído todo tipo de respuestas para esa pregunta. Lo habitual era que pidieran clemencia, como hizo Otro, pero no siempre ocurría así. Él, por ejemplo, cuando fue descubierto, pidió amablemente excusas por haberle despertado y se ofreció a salvarle de sí mismo. Incluso, una vez, un ladrón insistió en que estaba en su casa y que era el Maestro el intruso.

–¿ES QUE ADEMÁS DE ROBARME, PRETENDES TOMARME EL PELO, NIÑA? – El Maestro alzó las manos, murmuró unas palabras arcanas, y entre sus móviles dedos, muy largos y esqueléticos, surgió el conocido resplandor grisáceo. Parecía un árbol viejo y nudoso, cuyas ramas muertas dieran un fruto imposible.

–Yo… no… –Violeta actuó impulsada por el miedo, de eso no quedó ninguna duda; tampoco de que era rápida, y tenía buena puntería. En el mismo instante en que el rayo gris se separó del mago y se dirigió hacia ella, la muchacha le lanzó la daga, con todas las fuerzas que le concedió su desesperación.

Magia y acero se cruzaron en el aire; su contacto produjo un millar de chispazos, y un sonido estridente, chirriante y desagradable, dejando claro que hay cosas de naturaleza tan contraria que no deben mezclarse sin tomar las debidas precauciones. La muchacha gritó, cuando el poder concentrado en aquella luz chocó contra ella, la envolvió, y empezó a alterar ineludiblemente su naturaleza.

El Maestro, sin embargo, no exhaló ni un suspiro. Cayó al suelo de espaldas, cuan largo era, con el camisón manchado escandalosamente de rojo y la empuñadura del arma surgiendo de su garganta. Fue tan rápida su muerte, tan inesperada e instantánea, que ni siquiera llegó a poner expresión de asombro, y partió hacia el más allá con el ceño de superioridad de costumbre.

Entonces, sólo entonces, cuando fueron plenamente conscientes de lo que había ocurrido, Servodeo y Enrique también gritaron.

–¡Maestro! ¡Maestro! –Servodeo parecía totalmente fuera de sí. Se posó en el pecho del anciano y empezó a picotearle sin contemplaciones, salpicándolo todo de gotitas rojizas–. ¡Levántate, Maestro, tienes que cumplir tu promesa! ¡Espuma Sagrada, te lo imploro! ¡Haz que se levante y que revoque su conjuro! ¡Robaré, violaré, destruiré, exterminaré a toda las razas con mis propias manos, pero, por favor, por favor, dame manos!

–Pierdes el tiempo, Servodeo –se burló Enrique. Después de la sorpresa inicial, y a pesar de su absoluta desesperación, estaba disfrutando del espectáculo–. Me has dicho muchas veces que tu Espuma Sagrada de Mûmmû escucha primero a los más grandes. De modo que, si una vaca decide rezar hoy…

–¡Calla, blasfemo! –gritó Servodeo, volviéndose hacia él con rabia–. ¡Sacrílego, inepto,…!. ¡Botarate! –añadió, aunque había recuperado rápidamente el dominio de sí mismo y su tono se había vuelto helado–. ¿Es que no te das cuenta de lo que esto representa para nosotros? ¡Es el fin! Enrique miró con tristeza sus negras plumas. A él siempre le había gustado vestir de blanco.

–Si, el fin –susurró.

–¡Maldición! ¡Como si fuera poco estar atrapado con un Caballero llorón y un semicuervo en la torre de un hechicero loco, ahora estoy atrapado en la torre de un hechicero loco y muerto! ¡Muerto!. ¿Quién va a levantar ahora el sortilegio?

–¿Qué… me… ocurre? –preguntó una voz.

Enrique y Servodeo miraron hacia allí. En el lugar donde antes había estado la humana Violeta, se encontraba ahora Violeta, la cuerva, y una cuerva bellísima, por cierto. Aunque Enrique había visto muchas otras revoloteando por el jardín, en ninguna había encontrado aquel elegante inclinar de la cabeza, o esa encantadora plumosidad en la base de las patas, y se enamoró perdidamente, nada más mirarla. Violeta movió graciosamente las alas y extendió las plumas de la cola, estudiando atentamente su forma y su brillo. Los dos cuervos varones se dieron cuenta al unísono de que aquella belleza seguía teniendo los ojos verdes.

–No te asustes, no pasa nada – le dijo Enrique, acercándose rápidamente a ella–. Es sólo un hechizo.

–¿Un hechizo? –Violeta lanzó un gritito y se tapó el rostro con las alas–. ¡Ay, no!

–Vamos, vamos. No hay de qué preocuparse, de veras. Es sólo… cuestión de tiempo –. intentó consolarla Enrique, dándole unos golpecitos en la espalda que terminaron convirtiéndose en caricias. Servodeo se echó a reír.

–Si, eso – exclamó, entre risas–. Cuestión de tiempo.

–Cállate, Servodeo. Ya está bastante asustada.

–Oh, te creo, te creo –admitió el clérigo, lanzando una mirada vidriosa a las joyas desperdigadas por el suelo–. La estas sobando a conciencia y todavía no ha protestado.

–Eres detestable –dijo Enrique, avergonzado, quitándole rápidamente las alas de encima a la cuerva. Le pareció que Servodeo fruncía el pico.

–Es posible, pero, por lo menos, lo reconozco. Tú, encima, tienes una excelente opinión de ti mismo.

–No sé por qué te enfadas. Todo ha sido culpa tuya– le acusó–. Si no hubieras despertado al Maestro, seguiría vivo. Espero que, al menos, hayas aprendido algo de todo este desastre.

–Eres predecible hasta el aburrimiento –replicó Servodeo, con desdén–. ¡Ja! ¿Aprender? Me preguntaba cuando lo dirías. No podías pasar de largo la posibilidad de convertirlo en una lección moral y…

–Me niego a seguir discutiendo contigo –le interrumpió Enrique, de malhumor–. Es tarde, y Violeta tiene que dormir.

Servodeo se encogió de hombros con indiferencia, como si en realidad fuera una presunción de Enrique la posibilidad de que él tuviera algo que decirle, y levantó el vuelo hacia el alféizar donde les esperaba Otro. Dado que el Maestro había cerrado y sellado mágicamente la ventana del estudio, tuvo que dirigirse hacia puerta, e ir por el interior del edificio.

Enrique le indicó que le siguiera, y Violeta, obedeciendo aturdida, intentó elevarse dos veces antes de lograrlo. Aún entonces avanzó chocando contra las paredes de piedra y el techo, en un vuelo errático y descontrolado. Era algo muy normal. Le costaría al menos una semana dominar por completo sus nuevas alas. Él mismo, había tardado casi dos en conseguirlo.

En el alféizar, descubrieron que cuatro cuervos no podían estar cómodamente alineados con el pico hacia la noche, como les gustaba dormir. Por si eso no fuera suficiente, para complicar más las cosas, Otro estaba situado justo en el medio, y Servodeo parecía haberse hinchado, como si estuviese conteniendo el aire sólo por molestar. Con una cierta brusquedad, Enrique les empujó a un lado, tratando de dejar espacio a Violeta. Sin moverse, Servodeo protestó y juró que le redondearía el pico si no se estaba quieto; Otro, sin embargo, abrió los ojos y graznó.

–No graznes… –empezó Enrique, antes de darse cuenta de que Otro le miraba sin aquel brillo que los hacía tan diferentes, tan especiales. La chispa humana se había apagado en el fuego que una vez fue Otro Más, o como fuera que se llamase aquel ser de carácter amable y contemplativo; se había apagado, y Enrique comprendió que ya nunca volvería a encenderse. Otro volvió a graznar, disgustado por la repentina acumulación de cuervos que había en aquel sitio, levantó el vuelo y, esta vez, quedó claro que lo hacía para siempre – ¡Otro! ¡No!. ¡Vuelve!.

Pero, mientras gritaba, Enrique sintió cómo algo en su interior le envidiaba mortalmente y quería seguirle en aquella mágica danza, surcando el cielo libre, libre, libre y salvaje, volar por siempre, volar lejos, volar alto, siempre volar. Quería ser golpe de viento, susurro de rama, canto de manantial, formar parte de la melodía de la vida de una forma plena y completa, sin amargura, sin miedo, sin identidad. Gritó. Levantó esquirlas de la roca gris del alféizar, arañándola con sus fuertes uñas, tratando de aferrarse a ella, tratando desesperadamente de no olvidar que en realidad no quería ser golpe de viento, sino aquel que lo sentía, aquel que lo disfrutaba.

Durante unos segundos, la silueta negra de Otro se recortó contra la gigantesca luna, y pareció alzar las alas en una silenciosa despedida, tan llena de belleza, tan armónica, que Enrique sintió que su pequeño corazón de cuervo no podría soportar tanta perfección ni tanta pena.

Entonces, Otro, se dirigió a la noche y desapareció.

–Se ha ido –murmuró Servodeo. Su voz tenía un leve toque de tristeza, sorprendente en él. Enrique comprendió que también luchaba contra la tentación de seguirle, y contra la amargura de haberle perdido.

–¿Adónde? –preguntó la sorprendida Violeta.

–Oh… a volar, sencillamente –le respondió Servodeo. Ya no parecía enfadado con ella; más bien volvía a estar interesado por la cercanía de una hembra de sus características. La miró, con detenimiento–. ¿Sabes que tienes unos ojos muy bonitos? Puede que encontremos la forma de que te redimas por lo que has hecho hoy. Sí, creo que facultades no te faltan.

–Lamento haber matado a ese horrible mago, no era mi intención, de veras–. susurró ella.

–Lo sé, lo–graznido–sé, querid… –Servodeo se interrumpió bruscamente. Sus ojos, asustados, buscaron los de Enrique. El cuervo–Caballero también le estaba mirando, con el pico abierto por el estupor.

–Has graznado –le dijo, incapaz de creerlo.

–No he graznado –protestó Servodeo.

–Si, lo has hecho.

–¡No es cierto! ¡Y si lo es, además, no te importa! ¿Es que no va a poder uno graznar de vez en cuando, si quiere?

–Claro que sí, pero…

–Mañana, Enrique –le pidió de pronto el clérigo, en un tono muy distinto, un tono que le silenció con más efectividad que cualquier grito o mordaza–. Por favor. Mañana hablaremos de ello. Esta es la Noche de Otro.

Enrique le miró unos segundos, indeciso, pero finalmente asintió. Tampoco se sentía con fuerzas de abordar el tema. No podía decirle que, simplemente, no podría seguir allí sin él, sin su continua lucha, sin su permanente apoyo.

–Mañana –aceptó.

–Estupendo. –Servodeo recompuso sus plumas, poniendo especial énfasis en su mechón blanco, y se volvió hacia Violeta, inclinándose hacia ella seductoramente–. ¿Te gustaría dar un romántico paseo, preciosa?

–Por supuesto –dijo la cuerva, evidentemente desorientada.

–No vais a ir a ninguna parte –intercedió rápidamente Enrique–. Déjala en paz. Ese asunto tendrás que solucionarlo también mañana. Violeta no está en condiciones de pasear con nadie.

Servodeo hizo una mueca y se acomodó para continuar su sueño. Violeta ocupaba ahora el puesto central, el que había pertenecido a Otro.

–Discúlpale, querida, nunca se da cuenta de cuando está de más. Ya le irás conociendo. Dice que es un Caballero de Arianna… bueno, ya sabes cómo son esa clase de individuos, siempre buscando ser el centro de atención. Si quieres un buen consejo, nunca le permitas que te imponga sus manos… digo, sus alas. La última cuerva que se lo consintió, tuvo media docena de polluelos.

–Eso es mentira –replicó Enrique, abochornado–. Basta de tonterías, Servodeo, y déjame dormir. Estoy triste y cansado. Buenas noches, clérigo de pacotilla. Buenas noches, Violeta.

–Buenas noches –le respondieron.

Y no tardaron en ser tres cuervos dormidos en un alféizar.


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