

La dama Julia estaba sentada en su cuarto de costura, mirando el enorme bastidor en el que se mantenía extendido el tapiz de su vida.
Había trabajado en él, en horas oscuras, robadas al sueño, durante casi setenta de los ochenta años que contaba, y en él había ido dejando, segundo a segundo, una parte importante de sí misma. Para ello usó los exquisitos hilos que trajo de D’Arken, siglos atrás, un antepasado aventurero. Alguien que los compró, según se contaba en las leyendas familiares, en la lejana y cruel ciudad de Anabel, capital de la Baronía de Wynmert. Eran hilos fuertes y luminosos, tan bellos que durante varias generaciones las mujeres de su familia se habían limitado a contemplarlos con admiración, y los habían atesorado casi devotamente, guardándolos en un cofrecillo de brillante ébano, sin atreverse a emplearlos. Pero ella, sí.
De niña, antes de que las distintas circunstancias comenzaran a minar su voluntad, la dama Julia había sido una criatura valiente y decidida, y aquellos hilos, más que amedrentarla, le habían dado la idea de comenzar el tapiz.
Allí, justo en el centro, podían verse las florecillas rosas de su infancia, diminutas, irregulares, llenas de torpes puntadas y de ilusión. Flores que hablaban de sueños de algodón dulce, de fantasías de caramelo, de absoluta fe en la buena estrella y en la bondad de todos los seres. De ellas brotaban, casi por sorpresa, las frondosas ramas verdes de su adolescencia, todavía empapadas de ideales infantiles; curiosas, impulsivas, pletóricas de fuerza y vitalidad, se expandían por todas partes, en todas direcciones, de una forma aparentemente arbitraria, casi caótica.
Solo una segunda mirada, más atenta, permitía distinguir, entre los mil tonos verdes, la silueta del dragón.
¿Qué edad tenía cuando aquel ser infame surgió de las entrañas de la tierra, y se apropió de todo lo que pudo haber sido, alterando definitivamente su destino? Doce, quizá trece. En todo caso, no más de catorce años. La dama Julia ya no era capaz de recordar exactamente aquella clase de datos, datos que, en realidad, no importaban en absoluto. Solo estaba segura de que el dragón había llegado cuando ella era muy joven, un bocado delicioso, una víctima propicia… Y su padre la protegió tras las paredes de aquella casa, y tras la muralla de los rumores.
Repítelo, le oyó decir, a través de las brumas del tiempo. Su padre fue siempre un hombre grande y fuerte, con pecho de tonel. Su voz retumbaba; era posible oírla desde muy lejos y en aquel pequeño cuarto se volvía atronadora. Repítelo, Julia. De ello depende tu vida. Y ella, obediente, por primera vez aterrada, aferrándose a la mentira que la habían obligado a memorizar: ese hombre, del que me niego a dar el nombre, me sedujo. Tras el baile, se aprovechó de mi inocencia, de mi juventud, y me llevó a dar un paseo por el bosque…
Se sonrojó. No era necesario dar más detalles, una suerte, porque, en realidad, no hubiese sido capaz de repetirlos. De aquellas cosas, simplemente, no se hablaba, y menos a su edad. Su padre parecía satisfecho. Su madre, muy por el contrario, sollozaba junto a la ventana. Búscale un marido. Su padre era grande y fuerte, sí, pero las amaba, y también él podía llorar. ¿Crees que no lo he intentado? Pero ese dragón ha hecho que los matrimonios se multipliquen. No queda un solo hombre disponible, en toda la comarca. Maldición, mujer, es nuestro último recurso. Si no hacemos algo, nuestra hija será la siguiente.
Únicamente a solas, cuando creían que ella no podía oírles, se atrevía a añadir: no somos lo suficientemente ricos, y Julia no es hermosa. Su rostro resulta extraño, por no decir deforme, su cuerpo carece de gracia, y ningún caballero, de los muchos que he contactado, se ha mostrado interesado en desposarla. ¿Quieres que la case con un vulgar labriego? Jamás. Antes, prefiero entregársela al dragón.
Entregársela al dragón…
La dama Julia se estremeció.
Quizá, pensándolo bien, de una forma acaso desleal, el orgullo de su padre superaba con mucho su amor por ella.
Ella, que hubiese sido feliz con las manos y el rostro manchados de harina, rodeada de niños de pupilas brillantes, amada por un hombre bueno, que oliera a trabajo bien hecho, a tierra húmeda y a hierba recién cortada…
Los ojos tristes de la dama Julia se deslizaron por el tapiz, por los mil tonos de verde que se expandían, se convertían en brotes, y daban vida a las rosas rojas de su juventud. Rosas grandes, de pétalos vivos, temblorosos, todavía frescos, pese a todo el tiempo que había transcurrido desde que la Julia muchacha dibujara con hilo sus delicadas formas.
¡Parecían tan fuertes, tan inmunes al desaliento!
En aquella época aún pensaba, creía firmemente, que los rumores se olvidarían, y que ese hombre bueno que le estaba destinado desde el comienzo de los tiempos, llamaría a la puerta de su casa y pediría su mano. Pero, por supuesto, no fue así, y las hojas exteriores parecían agostadas, allí donde el marrón de su madurez cercaba las rosas rojas, las envolvía, como cintas de corteza de árbol, absorbiendo su vitalidad, diluyendo su pasión, para dejar paso al gris de la senectud.
El gris, que formaba una enredadera cenicienta que enmarcaba el tapiz por todos lados, que lo asfixiaba.
En la tela, en la esquina inferior derecha, solo quedaba un pequeño espacio por rellenar.
La dama Julia enhebró el hilo negro.
En realidad, no estaba segura de lo que iba a hacer. Respecto al bordado, sí, por supuesto, siempre lo sabía de antemano. En su mente, ya existía el crisantemo negro que terminaría la obra. Era oscuro y amargo, solitario como ella, como la vida que había vivido. La vida que pensaba abandonar, esa misma noche, con un único atisbo de tristeza: que las cosas no hubiesen ocurrido de otra forma.
La dama Julia miró la botella de veneno, y también las tijeras, y la puerta, y la ventana, abierta hacia el jardín, donde sabía que, si se asomaba, podría ver las figuras fantasmales de sus abuelos, y las de sus padres, y la de ella misma, niña de negros rizos y blancos encajes, gritando gozosa mientras perseguía a los ruiseñores bajo un sol que se había puesto más de medio siglo antes.
Quizá la ventana.
Parecía el procedimiento más rápido de unirse a ellos, a los seres siempre queridos y siempre llorados, aunque encontraba en el veneno una mayor dignidad y, en las tijeras, mayor eficacia.
Y la puerta, la puerta que conducía al sendero, el sendero, que llevaba a la cueva, la cueva, en la que vivía el dragón…
El dragón.
Imaginó los dientes, blancos; los ojos, rojos; las escamas, verdes; el fuego, intensamente amarillo, sofocante, ardiente.
Sin duda, era la opción más útil, porque todo el mundo sabía que, cuando el dragón se alimentaba, pasaba un año digiriendo la virtud de su víctima. De otro modo, aquella sangría continua, tras tantos años, hubiese acabado con la población de la comarca.
¿Lo hago?
Imposible. La idea seguía causándole pavor. No era solo el miedo al sufrimiento físico, que, intuía, sería intenso pero breve. Era, más bien, el miedo a morir tan sola, tan distante de todo lo que le resultaba conocido. Tan lejos de sus amados fantasmas. ¿Y si luego no podía reunirse con ellos? ¿Y si había demasiada niebla, o si estaba demasiado oscuro, o si su espíritu se sentía demasiado confuso? Temía perderse, no encontrar el sendero de vuelta, vagar por siempre, eternamente solitaria, por los dominios calcinados del dragón.
La dama Julia suspiró, volviendo los ojos al tapiz. Un mundo extraño. Solo una posibilidad de llegar, y tantas, tan distintas, de abandonarlo…
La opción más útil.
Si al menos hubiera podido hacerlo por el pueblo, por sus vecinos… Pero no podía olvidar, ni mucho menos, perdonar, todo lo ocurrido. Ella no era uno de los dioses, era solo una patética criatura mortal que había sufrido demasiado y que carecía de un grado tan enorme de clemencia. Su mente volvió a la voz de su padre, a la súplica de su madre, a los días en que cambió definitivamente su destino. Siguiendo las pautas de aquel horrendo plan, pasó meses sin salir de casa, fortaleciendo unos rumores que la aislaron, para siempre…
En realidad, resultaron ser muy distintos a los que propagó su padre. En el pueblo, se decía que la dama Julia, demasiado fea para conseguir un marido de la forma correcta, había intentado cazar a alguien que quedaba muy por encima de su categoría, un caballero de Hersef, que efectivamente había asistido al baile organizado por el Alcalde para la fiesta de compromiso de su hija pequeña, y que éste, lógicamente, había huido, espantado, una vez consiguió de ella lo único que tenía de valor. Se rumoreaba también que de aquella relación ilegítima nació una niña, tan fea y deforme como su madre, durante una noche muy oscura, y que la criatura fue enviada muy lejos, en un absurdo intento de ocultar la vergüenza.
Como si eso fuera posible, añadían, con maldad.
Desde entonces, nunca, nadie, excepto sus padres y sus criados, le habían dirigido la palabra. Los demás se esforzaban porque viera claramente cómo le daban la espalda, irritados por haberse saltado las estrictas normas sociales, despectivos por haber pretendido ser amada en su fealdad, rencorosos por haber evitado una muerte que sin duda le correspondía.
¿Y es que, acaso, no estoy muerta?
Parpadeó. Se había perdido otra vez en sus ensoñaciones, con la aguja en la mano, mirando el tapiz sin verlo. De pronto, lo odió, lo odió con todas sus fuerzas, como odiaba la vida que representaba. Se había convertido en una anciana encerrada entre aquellas paredes, en aquella casa. Cada puntada hablaba de un instante perdido, vacío, inútil.
Si al menos hubiera resultado hermoso…
Pero el tapiz no era bello, lo sabía, no era una obra única, no aportaba nada, porque no era más que un pálido reflejo de su alma y ella tampoco había aportado nada, nunca. A su muerte, alguien lo doblaría y lo dejaría a un lado, como ocurre con los objetos que carecen de valor y estorban y, con suerte, si se salvaba del fuego, lo entregaría al olvido y al polvo, que se alimentaría de sus colores y sus formas, hasta consumirlo.
¡Unos hilos tan bonitos!, le pareció oír decir, a las generaciones de mujeres que no se habían atrevido a tocarlos. ¡Qué lástima! ¡Qué pena! ¡Qué gran desperdicio!
Llena de rabia, dejó la aguja enlutada, empuñó las tijeras, y las clavó en la tela, una vez, y otra, y otra más. Aún insatisfecha, tiró de un hilo, y luego de otro, y, con decisión repentina, empezó a deshacer el dibujo, de una forma tan concienzuda como cuando lo había creado, empezando por las flores rosas, siguiendo por las ramas verdes, continuando por las rosas rojas…
¡Tantas horas, tantas, creándolo, y tan rápido desaparecía!
¿Sería capaz de dar marcha atrás a su historia, de retroceder en el tiempo, como por arte de alguna magia sorprendente?
Más deprisa. Más deprisa.
El corazón brincaba en su pecho. Sus manos se movían veloces, sus dedos trabajaban vertiginosamente, con la seguridad que le daban sus muchos años de experiencia. Cuando, por fin, se detuvo, bruscamente, sin aliento, el tapiz estaba destrozado, herido de muerte, convertido en una multitud de largos hilos que caían, enmarañados, hasta alcanzar el suelo.
Parecía sangrar, con los colores de su vida.
Eso era todo.
La dama Julia descubrió, con cierta sorpresa, que estaba llorando. Amargas lágrimas de frustración, de angustia, se deslizaban por sus arrugadas mejillas, una más protuberante que la otra. Había destruido el tapiz, había deshecho el dibujo, pero, el tiempo, el maldito, maldito tiempo, no había retrocedido. Ninguna magia se había manifestado. Ella, seguía siendo vieja, seguía estando sola, seguía sintiéndose inútil, superflua, su vida se había perdido irremisiblemente.
El crisantemo negro vibraba en su mente, oscuro, soberbio, tenebroso…
Oyó unos golpes fuertes, en el portón, gritos de los criados, y, luego, la voz chillona, más aguda que de costumbre, de Rosa, su doncella, acercándose. Estaba subiendo precipitadamente las escaleras.
—¡Señora! ¡Señora! —La puerta del cuarto se abrió bruscamente, sin darle apenas tiempo a borrar las lágrimas. Rosa, rolliza, redonda, llena de erres, entró, con las mejillas arreboladas de excitación, secándose las manos en el delantal, lo que le indicó que, probablemente, había estado fregando los platos de la cena. Tendría que comprobar más tarde que había terminado de hacerlo, porque Rosa era una mujer muy despistada, capaz de no pensar más en ello. Ahora mismo, estaba tan ajena a todo lo que no fuera la noticia que traía, que no reparó en el estado del tapiz—. ¡Pedro y Juan han encontrado un hombre junto a la verja! ¡Un hombre herido!
—¿Qué dices? —La dama Julia se puso de pie, de un salto, olvidándose por una vez de su reumatismo—. ¿Quién es?
—No lo sé. No sé su nombre, no creo que sea capaz de hablar, pero, sin duda, es un caballero, Pedro dice que de una Orden de Hersef.
¿Un caballero? ¿Un caballero de Hersef?
La dama Julia salió rápidamente de la habitación y bajó al vestíbulo, seguida por su doncella, que parloteaba cosas sin sentido acerca del valor y la apostura de los caballeros, siempre dispuestos a dar su vida por las más altas causas. Tonterías de una mente simple que no sabía mucho del mundo, y lo contemplaba con envidia y asombro, y, por qué no, una buena dosis de romanticismo. En otro momento, aquella cantinela la hubiera puesto nerviosa, pero ella ya no la escuchaba.
¡Un caballero!
No había visto nunca, ninguno, en persona, ni siquiera a aquel con quien se la relacionaba, pues no llegó a distinguirle en ningún momento desde la silla del rincón en la que la Julia muchacha pasó toda aquella aburrida fiesta del Alcalde sin que a nadie se le ocurriera invitarla a bailar, aunque, por supuesto, conocía las Ordenes más importantes, y el diseño y significado de sus insignias, gracias a los libros de Caballería que había heredado de su abuelo.
Un caballero…
Quizá, en definitiva, sí que se había producido alguna magia sorprendente.
Una vez abajo comprobó que, efectivamente, sus dos criados, Pedro y Juan, habían arrastrado el cuerpo hasta situarlo en el centro del vestíbulo, justo sobre la alfombra que su antepasado, ese viajero incansable, había traído de una incursión a El Ta’Nnari. Rosa no se había equivocado. Sin duda, era un caballero, puesto que quedaban los suficientes restos de su brillante armadura como para reconocerlo como tal, aunque había resultado ennegrecida, incluso fundida en algunos puntos, por algún fuego intenso, y, desde luego, no era posible identificar la insignia de la Orden, convertida en un informe amasijo metálico. El hombre se había quemado brutalmente, y también había sufrido innumerables heridas. Debía haberse visto envuelto en un combate terrible.
Había sangre por todas partes, sangre brillante, muy roja, y también oscura, casi negra, empapando la alfombra robada, probablemente echándola a perder; pero, por una vez, la dama Julia no reprendió a nadie. Se limitó a mirar en silencio el rostro del muchacho, tan joven, tan atractivo, tan gallardo incluso en el paroxismo de dolor, pensando que, quizá, llegaba demasiado tarde. Quizá hubiese podido amarle y, quizá, de haber sido capaz él de ver más allá de su rostro deforme, de su cuerpo sin gracia, de las profundas arrugas con las que la había marcado el paso del tiempo, él hubiese podido amarla a ella.
Demasiados “quizá”.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó a sus criados, pero ellos se limitaron a agitar las cabezas, confusos. Fue el joven quien respondió, girando apenas el rostro y clavando en ella unos ojos febriles, de esos que son capaces de distinguir la silueta de la muerte, porque la sienten muy cerca.
—El dra… dragón —susurró con esfuerzo. Todos los que le rodeaban arquearon desmesuradamente las cejas.
—¿El dragón? —repitió la dama Julia. Su corazón dio un vuelco, dentro de su pecho—. ¿Le ha matado?
Él trató de reír. Una delgada línea rojiza manchó la comisura de su boca y se deslizó hasta la barbilla.
—Me temo que no. Aunque supongo que tardará algún tiempo en reponerse de nuestro encuentro.
¿Petulante?, pensó ella. No, solo está asustado. Casi sin darse cuenta, le acarició la frente, apartando con ternura los rizos sucios de sangre y sudor. Sabe que se está muriendo y trata de infundirse ánimos. Juan, el encargado de las cuadras, lanzó un gruñido.
—Eso espero. De otro modo, seguirá su rastro de sangre, y vendrá aquí, a buscarle.
Casi al momento, como convocado por la exposición de la posibilidad, el suelo retumbó bajo sus pies. Algo gigantesco, descomunal, se deslizaba pesadamente, sacudiendo el mundo a su paso. La casa se estremeció hasta los cimientos y por todas partes se desprendieron trozos de mampostería. Las lámparas y los muebles se tambalearon locamente, y algo, porcelana o más probablemente cristal, se rompió con estrépito en la cocina.
Un rugido espantoso rasgó el silencio de la noche, clamando venganza.
La dama Julia se incorporó lentamente, apretando los puños, clavándose las uñas en las palmas de las manos, tratando de mantenerse serena. Rosa gritó, y cayó al suelo, en un desmayo que, por una vez, muy bien podía ser auténtico. Pedro y Juan intercambiaron una mirada, alarmados.
—¡El dragón! —Pedro se inclinó y agarró al caballero sin contemplaciones, indiferente a sus quejidos—. ¡Rápido, tenemos que sacarle de aquí! ¡Tenemos que entregárselo antes de que reduzca a escombros la casa!
—¡Quietos! —ordenó la dama Julia, alzando una mano—. ¡No podéis moverle! ¡Si lo hacéis, morirá!
Pedro la miró sin comprender.
—¡Pero, señora, está muy malherido, morirá de todos modos! —La mole se había acercado lo suficiente como para derribar con estropicio la verja de entrada. Aquel sonido metálico, tan cercano, no podía ser atribuido a otra cosa—. ¡Tenemos que entregárselo!
La dama Julia contempló al caballero. Tan joven, tan indefenso, tan idealista. No podía permitirlo.
La opción más útil.
—Yo me ocuparé del dragón, vosotros permaneced aquí, y haced lo posible por limpiar sus heridas —dijo, con aplomo. Ya no la aterrorizaba tanto la idea de enfrentarse a aquel ser de pesadilla. Ahora, la bestia estaba muy cerca. Su fantasma no corría peligro de perderse en el sendero. Encontraría fácilmente el jardín, y los gorriones—. Si no vuelvo, ocupaos de que le atienda un médico.
Se dirigió a la puerta principal y la abrió, haciendo caso omiso de las voces de sus criados, que la llamaban, seguros de que se había vuelto loca.
No comprendían que, por fin, se había cerrado el círculo y, al hacerlo, había encontrado una respuesta.
Fuera, olía intensamente a azufre.
El dragón era mucho más grande de lo que había supuesto. Tan solo su cabeza medía más de tres metros, y había aplastado por completo la verja de hierro y parte del muro bajo que rodeaba la casa, hacia la que se había arrastrado en un esfuerzo titánico, pues resultaba innegable que estaba herido de muerte.
La dama Julia se sorprendió al descubrir que aquel animal fabuloso, aquel ser increíble, era del color de la plata, y no verde, como siempre había imaginado. Sus escamas brillaban pálidamente bajo la luna, y también el charco de sangre, intensamente negra, sobre el que se encontraba. Permanecía muy quieto, con la cabeza apoyada en el sendero de entrada. Solo cuando se situó a su lado, el dragón abrió los ojos, con evidente esfuerzo, y la miró. Sus pupilas rojizas que sí coincidían con la idea que había tenido de ellas, aunque no había supuesto que pudieran expresar tanto dolor, ni aquel brillo, aquel centelleo, que solo podía describir como tristeza.
—Dragón —dijo, procurando que no le temblase la voz—. Bienvenido a mi casa. Hace muchos, muchos años, que debíamos habernos encontrado. Perdona mi retraso. —Él no dijo nada. Intentó levantar la cabeza, pero no pudo. Dado que no hablaba, la dama Julia decidió continuar—. No puedo entregarte al hombre que buscas. Espero que lo comprendas —El dragón continuó en silencio. O no quería hablar, o no podía. Quizá no conocía su idioma. La dama Julia se decidió por una pregunta directa—. ¿Cómo te llamas?
El dragón se estremeció. A lo lejos, su cola se alzó y bajó con fuerza, golpeando el suelo como un látigo plateado.
Blaaamm.
—Khesd’eht, que, en tu lengua, significa Fuego Inmortal —respondió, en un tono sorprendente, melodioso. Sus ojos rojos relampaguearon, no de una forma colérica, sino, más bien, soñadora. Nubecillas de vapor surgieron de los negros agujeros de su nariz y se perdieron en la noche—. Soy uno de los más antiguos, y el último de los míos, los pocos que conseguimos sobrevivir a la extinción, escondiéndonos en el rincón más remoto que pudimos encontrar. Nací, si es que realmente tuve un principio, cuando el mundo era todo llama y roca fundida, y en el cielo brillaban estrellas que ya no pueden verse, y cuyo nombre se ha perdido. Yo… —se interrumpió, sin aliento. Respiró un par de veces, con esfuerzo, antes de continuar—. No temo a la muerte ¿sabes, mujer? ¡Llevo tanto, tanto tiempo solo…!. Pero sí me apena la idea de desaparecer y ser olvidado, como le ocurrió a esas estrellas. Ellas, no podían lamentarlo, pero yo sí. Todo lo que he visto, todo lo que he sentido, todo lo que he aprendido, se perderá, como si solo hubiera sido un sueño, como si nunca hubiera existido…
La dama Julia consideró cuidadosamente la situación. Una vieja virgen, amortajada en vida. Un viejo dragón, moribundo. Dos seres muy solitarios y muy tristes. Era lógico que sintiese tanta pena.
—Yo no te olvidaré, Khesd’eht, Fuego Inmortal, ni tampoco el resto de los seres humanos —prometió—. Me ocuparé de que inscriban tu nombre en piedra blanca, bajo una hermosa estatua que refleje la forma que tuviste, y la colocaré junto a los sauces que señalan la entrada del pueblo, para que las gentes puedan leerlo y repetirlo a través de los siglos. Ese fue Khesd’eht, Fuego Inmortal, el dragón más magnífico de cuantos existieron sobre la tierra, dirán las próximas generaciones, y sentirán un profundo respeto, y un profundo temor, por el ser increíble que habitó en las cercanías durante tantos años.
La expresión del dragón se llenó de sorpresa.
—¿Harías eso por mí? —Ella asintió—. No lo entiendo. ¿No me odias por lo que soy y por lo que he hecho, mujer? En otras circunstancias, te hubiera considerado mi alimento.
La dama Julia agitó la cabeza tristemente. ¿Odiar al dragón? Tuvo la sensación de que, en algún momento, lo había hecho, pero ya no. Ahora, era más sabia, y podía ver más allá, sin dejarse cegar por las primeras emociones.
—No. A ti no. Tú solo seguías tu naturaleza, eras esclavo de tus instintos, y necesitabas alimentarte para sobrevivir, como nos ocurre a todos. En todo caso, mi ira estaría dirigida contra quien te hubiese creado, y contra la cobardía de quienes han preferido entregar a sus hijas, antes que luchar.
—Hubieran muerto.
—O quizá no. Eso, nadie puede decirlo, nadie lo sabe. Lo único cierto es que, hacerlo, les hubiera dotado de una dignidad que perdieron, al aceptar ese pavoroso pacto.
—Es verdad —La miró, con interés—. Tú te ocultaste. Dejaste que fueran otras, quienes ocupasen tu lugar.
La dama Julia se encogió de hombros.
—¿Puede alguien, acaso, culparme por ello? Yo también seguía mi naturaleza, mis instintos, Khesd’eht. Era una niña, estaba aterrada, y solo quería sobrevivir. —Sobrevivir, para esto, para llegar a ser lo que soy, se dijo con desdén, pensando en aquel destrozado tapiz, tan vacío, tan sin sentido—. Y pagué un alto precio —añadió en un susurro—. Yo también llevo mucho, mucho tiempo, sola.
—Lo lamento —El dragón se estremeció completamente, como si hubiese sentido el toque de un viento helado. El fin se acercaba. La dama Julia podía leerlo con inusitada claridad en la forma en que se relajaban sus titánicos músculos, en el aura de paz, de calma, de profunda armonía, que lo estaba envolviendo, alejándolo progresivamente de la realidad de los vivos—. Lo lamento de veras, mujer. Te doy mi palabra de que me hubiera gustado que las cosas fueran de otro modo. No sé exactamente cómo, pero sí distintas.
—A mí también. —La dama Julia parpadeó, tratando de contener las lágrimas—. Pero, al menos, hemos tenido este momento. Y, quién sabe, puede que nos encontremos, y podamos ser amigos, en las Tierras de los Muertos. —Él lanzó una risa ronca, gutural. Sin duda, aquella idea le había hecho mucha gracia—. Sea como sea, lo que es seguro, Khesd’eht, Fuego Inmortal, es que no morirás solo. —Apoyó una mano en la gran mejilla, sin miedo. El tacto de las escamas era frío, pero de alguna forma, agradable—. Yo estoy a tu lado.
El brillo de los ojos del dragón se tiñó de agradecimiento, y, luego, poco a poco, se fue apagando. Estaba muerto.
Después de tantos, tantos años de temerle, estaba muerto.
La dama Julia volvió lentamente a la casa.
Los criados se hicieron a un lado para dejarla pasar, y la miraron con cautela y algo de desconcierto. Posiblemente, lo habían oído todo desde la puerta. En cualquier caso, no pidieron una explicación y ella no se detuvo a dársela.
Se dirigió hacia el caballero. Estaba inconsciente, muy frío, y moriría antes de que les diera tiempo a avisar al médico. Había que impedir que siguiera sangrando, coser sus heridas, cuanto antes. Y ¿acaso no era ella la persona más adecuada para hacer algo así? No había hecho otra cosa, a lo largo de su vida. Coser y coser, puntada tras puntada con aquellos hilos…
Con aquellos hilos…
Llevada por una súbita inspiración, corrió lo más rápido que pudo hacia el cuarto de costura, cogió las tijeras y cortó los largos hilos que colgaban del destrozado tapiz, únicamente los rosas, los verdes y los rojos. Dejó los marrones, y los grises, convencida de que su amargura podía impregnar al herido y consumirlo. Eligió la aguja más pequeña de cuantas poseía, y volvió junto al caballero.
El muchacho seguía dormido, aunque ella sabía que no se trataba de un sueño normal, reparador, sino el producto de la pérdida de sangre, preludio de ese, más profundo y eterno, llamado muerte. Tenía que actuar rápido, y bien, y, aun así, probablemente no podría salvarle. Pero no se desalentó, arrastrada por la idea que la había llevado hasta el tapiz.
Los hilos de D’Arken.
Los colores de su vida.
La dama Julia enhebró su aguja, sintiendo que, esta vez, sí que estaba realizando una magia, una magia poderosa, de esas que pocas veces se cruzan en la rutinaria existencia de los mortales.
Con el hilo rosa de su infancia, cosió con esmero las heridas del rostro, procurando que las diminutas puntadas resultasen casi invisibles, como las hadas con las que soñaba en aquella lejana época. Con el verde de su adolescencia, flexible y sana, tan predispuesta a las acrobacias y las cabriolas, unió las de brazos y piernas. El rojo de su juventud se confundió con la sangre de su pecho, la detuvo, y le dio esperanza y vitalidad, aunque necesitó demasiado hilo, más del esperado, y tuvo que usar también el tono agostado de las hojas cercanas al marrón. Él no se quejó en ningún momento. Cuando, finalizada la tarea, abrió los ojos, el velo de la muerte había desaparecido de sus pupilas.
—¿Julia? —preguntó, aturdido. La dama Julia se sorprendió. Miró a sus criados, y también a Rosa, que había recobrado el sentido hacía ya mucho rato.
—¿Le habéis dicho mi nombre? —Los tres negaron con la cabeza, tan asombrados como ella. ¿Entonces…? El caballero se incorporó por sí mismo, sin ayuda de nadie, demostrando una recuperación inaudita, se llevó una mano al rostro y tocó con mucho cuidado su mejilla, siguiendo las diminutas puntadas rosas.
—Los ruiseñores, Julia —susurró, con los ojos entornados, viendo algo que no se encontraba en aquella sala. Ni siquiera en aquel tiempo—. Yo también quiero jugar con los ruiseñores.
—¡Por todo lo sagrado! —exclamó la dama Julia, asustada, retrocediendo. El caballero no dio el más mínimo indicio de haberla oído; se fijó en las puntadas verdes de su mano, las tocó con la otra, y empezó a llorar. La dama Julia supo lo que estaba sintiendo. Lo sabía demasiado bien. Repítelo, Julia, repítelo. De ello, depende tu vida. Se puso de pie y se apartó de su lado—. Juan, saca el coche y llevadlo a la casa del médico. Rápido.
—Sí, señora —replicó el criado, al momento, contento de tener una excusa para escapar de allí. Salió corriendo, tan deprisa que ni se molestó en cerrar el portón a su espalda. Ella se dirigió a las escaleras, tratando también de huir, pensando que no podría detenerse hasta llegar al tejado y, una vez allí, hasta el cielo y más allá, subiendo y subiendo por siempre. Pero, la voz del caballero consiguió inmovilizarla.
—¿Quién dice que no eres bella? —murmuró, afligido. Aunque no se volvió a mirarle, supo que tenía una mano sobre el pecho, tocando aquel hilo rojo que era ella, de joven, en el tiempo en que los sueños trataban por todos los medios de sobrevivir y no destrozarse contra el tono agostado, y contra el marrón—. No es cierto. Lo eres. Bellísima. Es solo, que no saben verte.
Algo estalló en el corazón de la dama Julia, una emoción agridulce, profunda, que se expandió por todo su cuerpo, llenándola de una sensación de calor que no recordaba haber sentido en los últimos setenta años.
Carecía de las palabras adecuadas para describirla. Era más que amor, más que agradecimiento, más que felicidad, más que puro júbilo. Por una vez, por una única vez, aunque de una forma extraña y a destiempo, un hombre se había asomado a su mundo, la había visto tal como era, realmente, sin la máscara de la carne o la mentira de la riqueza, y la había encontrado hermosa.
Aquel caballero acababa de rescatarla de un peligro más insidioso y sórdido que el dragón y, como solía ocurrir con las peores amenazas, no había necesitado usar la espada para hacerlo. Le hubiera gustado abrazarle, entregarse a él, amarle por siempre… Pero, de momento, era demasiado tarde. Se sentía tan, tan cansada…
Quizá, más adelante, en el ciclo continuo de las vidas.
La dama Julia empezó a subir lentamente los peldaños. Tenía que bordar un crisantemo, un crisantemo oscuro y espléndido, en un tapiz destrozado, pero con sentido.
Año: Década de los 90.
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