El sol que brilló sobre el año mil novecientos cuarenta y nueve fue distinto de todos los demás, aunque nadie se dio cuenta.

Nadie normal, al menos. Pepito el bobo sí lo supo, en todo momento. Por eso salía por las mañanas, muy temprano, a contemplar el amanecer sobre el bosque de Valorio.

Pero, claro, él era distinto. A veces se preguntaba si hubiese tenido respuestas para aquel fenómeno en otros tiempos, porque Pepito el Bobo no siempre había recibido ese sobrenombre. De hecho, tan solo un par de años atrás, la mayor parte de los que le trataban se dirigían a él como «don José» y había llegado a ser capitán de barco, un hombre culto y viajado, pero tuvo un accidente.

No se conocían las circunstancias exactas del naufragio, solo que, al hundirse su barco, don José quedó bajo el agua durante demasiado tiempo y su mente jamás volvió a ser la misma.

A veces pensaba en aquello como en una especie de bautismo. Don José se sumergió en el mar y salió convertido en Pepito.

Pepito el bobo.

A él, nunca le había importado ese cambio. Hasta se alegraba. Don José había tenido mil problemas y amarguras; le recordaba como un hombre huraño, parco en palabras y amigos. Pepito el Bobo, por el contrario, solía sonreír casi siempre. Le salía del corazón.

Incluso lo hizo esa mañana, al contemplar el cielo en aquel nuevo amanecer de un sol extraño.

Desde su casa, situada en el último edificio de la zamorana calle del Rabiche, a pocos metros de las peñas que descendían abruptamente hacia el bosque de Valorio, tenía una visión privilegiada de la zona. La luz dibujaba una línea de oro en el horizonte y, un segundo después, se extendía por todas partes como un cuenco de aceite volcado. Los árboles le recordaban la superficie del mar.

Pensaba en el sol. Pensaba en secretos.

Pensaba que, en definitiva, la vida era un oleaje perpetuo que te zarandeaba sin mayor sentido.

—Hoy es nueve de agosto —dijo. Intentó no tartamudear, pero fracasó en el empeño. Trató entonces de recordar cosas ocurridas en otros veranos, rescatar momentos luminosos, alegres, del caos roto en que se había convertido su memoria, pero no pudo.

Su mente se llenó al momento de ondas y burbujas. Formaban una espiral hacia lo oscuro.

Oscuro…

Parpadeó al divisar la figura que se movía por el camino que bordeaba el bosque, justo al pie de las peñas. Encogida sobre sí misma, avanzaba rápido, como un vampiro que buscara el refugio de su ataúd, espantado por la luz del nuevo día. No estaba lejos y, además, Pepito siempre había tenido buena vista. Captó el rostro demudado, el cabello revuelto, la ropa desgarrada, las marcas rojas en su mejilla, como si una fiera le hubiese dado un zarpazo…

Le reconoció al instante. Era uno de los médicos que trabajaban en el sanatorio de tuberculosos, un señorito de familia bien, muy afín a Franco. Nunca le había gustado el modo en que sus ojos seguían a las jovencitas. Era una mirada sucia.

¿Qué le había pasado? ¿Qué habría ocurrido?

El rumor de las olas le estaba aturdiendo. El olor a mar… Se quedó allí, quieto y nervioso, mientras el mundo despertaba a su alrededor. Voces, sonidos. La gente empezó a salir a la calle. Frutos, de los Herreros. Margarita la Pimpolla. Maruja, de los Pititis, que tenía quince años y ya trabajaba de modistilla…

La luz de aquel sol dibujaba sombras inquietantes, pero nadie parecía fijarse en ellas.

—¡Jose! —llamó su madre, doña Rosalía, desde la puerta de su casa. Pálida, seca, estaba ya arreglada de un modo impecable. Los vecinos pensaban que era una bruja, que si se enfadaba podía lanzarte un mal de ojo. Tonterías. Se sentía desplazada, atrapada en un barrio por debajo de su categoría, eso era todo—. ¿Desayunaste?

—Sí —mintió, porque no tenía hambre.

—Bien. Cuando veas a Cuqui, avísame. Tengo que comprar algo de greda.

—¡Va… le! —respondió, contento con la tarea. Cuqui era una niña simpática y amable, siempre alegre, pese a las palizas que le daba su padre. Se ganaba la vida con la greda del terreno que quedaba justo al lado del cementerio. Cada mañana, muy temprano, llenaba una buena bolsa y la iba vendiendo por las casas.

Pepito sacó una silla y la colocó a la sombra, junto a la puerta. Cuqui siempre hacía el mismo recorrido. Venía desde la calle del Bosque cantando: “¡Greda! ¡Greda!”, cruzaba de lado a lado la del Rabiche y se iba para la siguiente. En cuanto la viera, la llamaría, y su madre podría comprobar que todavía servía para algo.

Una hora, dos. Cuqui seguía sin aparecer.

Pepito dormitó a ratos.

A media mañana empezó a moverse la gente por la calle, de unas casas a otras. No tardó en oír los rumores. Maruja, de los Pititis, que era muy amiga de Cuqui, lloraba junto a su puerta, abrazada a su madre, la buena de la señora Pepa.

Habían encontrado el cuerpo de Cuqui en la hondonada cercana al cementerio. Algunos decían que la habían matado, que la habían forzado y roto el cuello. Otros, que debía haberse caído cuando fue a llenar su bolsa.

Pepito sintió una presión en el pecho. Creyó recordar una bestia oscura, un monstruo deforme, ahíto de soberbia, de orgullo, y engordado por la guerra. Se movía a toda prisa por una inmensidad verde y profunda como el mar, sobre la que se deslizaba una línea de oro… ¿Un amanecer?

¿De verdad lo era?

Ondas. Burbujas…

Parpadeó. A su alrededor, la calle estaba llena de gente. Alguien dijo que habían llamado a la policía, pero ¿para qué? Con un atisbo de la inteligencia que había tenido don José, Pepito el bobo supo que, de descubrirla, protegerían a la bestia.

Ocultarían pruebas, callarían bocas y, con el tiempo, el misterio de la muerte de Cuqui se perdería en el olvido.

Exactamente igual que aquel sol.