

La taberna de Beatriz estaba situada en un cruce de caminos.
Eso, unido al frío de la noche, demasiado intenso para esa época del año, y a la fuerte tormenta que estaba cayendo, hubiera debido convertirla en un negocio próspero. Pero, como era habitual en los últimos tiempos, se encontraba completamente vacía. Solo permanecían en aquel lugar ella y su hijo, Marcelo.
En realidad, Beatriz no estaba sorprendida, ni siquiera preocupada, aunque sí un poco triste. Hacía ya más de cinco años que las cosas eran de este modo, exactamente desde el momento en que se agotó la vieja mina del este. Con ella, murió el pequeño pueblo de Pozo Cobrizo, apenas un campamento de trabajadores, hacia el que conducía uno de los extremos del cruce.
Aquel lugar, demasiado insignificante como para aparecer en la mayoría de los mapas, había sido la razón de ser de la taberna, y del mundo en el que había nacido y se había criado Beatriz.
El local en sí, lo había levantado su abuelo con sus propias manos, según la leyenda familiar, cuando era un muchacho joven y astuto. Se había dado cuenta de la necesidad de una fonda en aquel punto situado entre la mina y la lejana capital de Trondheim, un lugar que diera comidas a las cuadrillas de trabajadores que iban y venían continuamente, y a los ruidosos transportistas del metal.
Aun así, siempre había dicho que era un negocio sin futuro, y el tiempo había demostrado que tenía razón. Agotada la mina, se agotó su existencia. Nada era sencillo en el Principado de Trondheim, también llamado Valle Elevado por estar situado en una alta planicie rodeada de montañas, entre los que se encontraban algunos de los picos más pronunciados de todo Oniria.
Allí, en aquel mundo casi siempre intensamente blanco o fieramente verde, resultaba difícil imaginar que, al sur, al otro lado de la fabulosa cordillera de Al Sasha, se extendiera el yermo del inmenso desierto de El Ta’Nnari.
Trondheim era duro, pero daba más oportunidades que el desierto.
Aquella posada estaba condenada. Quizá, muy posiblemente, si hubiera habido alguien al norte, o al sur, las cosas hubieran resultado distintas; no obstante, por lo que ella sabía, nadie había vivido jamás entre las afiladas ruinas del viejo castillo que, según contaba la leyenda, se erguía en algún punto al norte, allí donde el hielo, el horizonte, y la desolación eran perpetuos, y el camino del sur atravesaba unas tierras pantanosas, infestadas de una magia que lo convertía en un sendero delirante que no había conducido nunca a ningún sitio.
Por todo esto, ya nadie sentía la necesidad de seguir aquel camino desde el oeste, desde la última localidad habitada en muchos kilómetros a la redonda.
Sin embargo, Beatriz pensaba que las cosas no iban tan mal. Desde luego, no podía quejarse. El huerto, las gallinas, y la vieja Prudencia, la vaca, daban lo suficiente para alimentarla, a ella y a Marcelo, su hijo, que había crecido sano y saludable, algo por lo que daba continuamente gracias a los dioses, pues no hubiera podido costearse una nueva visita del curandero. Beatriz podía haber cerrado la fonda, y vivir allí como si se tratase de una pequeña granja, pero algo, quizá la pura costumbre, o, más probablemente, el miedo a rendirse definitivamente a la soledad, la obligaba a mantenerla abierta.
La taberna llenaba prácticamente todas sus horas. Cada mañana, al filo del amanecer, barría y fregaba el local, abrillantaba los suelos, y le quitaba el polvo a las sillas y las mesas. Luego, aireaba y limpiaba la media docena de habitaciones destinadas a los clientes con la misma minuciosidad que si hubiesen estado ocupadas. Una vez por semana, durante dos días intensos, lavaba las sábanas, los manteles, las servilletas, y fregaba todas las copas, los cubiertos y las pilas y pilas de platos, que permanecían sin usar en la alacena, y, aunque nunca preparaba grandes comidas, lo que hubiera supuesto un despilfarro imperdonable, siempre, siempre, cocinaba para tres.
Marcelo, por su parte, se encargaba del huerto, de dar de comer a las gallinas, y de ordeñar la vaca, pero también cumplía algunas tareas en la taberna. Puesto que tenía buena mano para la madera, como la había tenido su padre, se ocupaba de los trabajos de carpintería, de las mil reparaciones que necesitaba la casa, y de mantener impoluta una cuadra que ya no guardaba ningún olor a caballo.
Todo estaba listo, siempre, a la espera de un posible viajero.
Aquella, parecía una noche como cualquier otra, casi indistinguible de las que había vivido a lo largo de los últimos cinco años. Marcelo y ella habían cenado, habían recogido, y se habían sentado a esperar a que llegase la hora de irse a la cama. Fuera, hacía frío, demasiado para un momento tan avanzado de la primavera, y estaba cayendo una fuerte tormenta.
Beatriz, sentada en una de las mesas del local vacío, remendaba una camisa de su hijo, a la luz de una vela. Todo estaba muy tranquilo. Lo único que se oía claramente, sobre el fragor de la lluvia, era el sonido monocorde del dardo de Marcelo al chocar contra la diana que había pintado en una plancha de madera, tres círculos concéntricos llenos ya de una multitud de pequeños agujeritos, tras tantas y tantas horas de hacer lo mismo.
Beatriz oprimió los labios hasta convertirlos en una delgada línea, pero siguió empeñada en su labor, porque necesitaba estar ocupada con algo aunque su mente se encontrara muy lejos de los rápidos movimientos de la aguja. Estaba muy nerviosa, no sabía por qué, pero presentía que algo iba a pasar. La sensación de inminencia, y aquel sonido, la estaban sacando de quicio.
Un instante de silencio, y luego, los pasos ágiles de Marcelo hasta la diana, y el crujido inconfundible, al desclavar el dardo. Otra vez los pasos, tomando distancia, quizá un poco más lejos.
–¡Por el amor de Dios, Marcelo! –estalló, de pronto, alzando la cabeza incluso antes de haber decidido hacerlo–. ¿No puedes estarte quieto?
Marcelo la miró, un poco sorprendido por su arrebato. Era un muchacho guapo, de pelo oscuro, y ojos negros. Había cumplido ya los quince años, y era más alto que ella. Beatriz se preguntó, como solía hacer cada vez más a menudo, cuánto tiempo podría retenerlo a su lado.
–No –dijo–. Estoy nervioso. No sé, supongo que es por la tormenta. He intentado leer, y me ha resultado imposible concentrarme… Pero siento haberte molestado, de verdad –añadió, intentando capear el temporal. Beatriz gruñó por lo bajo, y volvió a su labor.
–Si tantas energías tienes, busca alguna tarea –replicó–. Seguro que la encuentras.
–Lo dudo. Terminé por hoy. Incluso he fregado los platos de la cena.
–Entonces, vete a dormir, que mañana tendrás muchas cosas que hacer –sugirió irritada, sobre todo consigo misma. Marcelo era un buen muchacho; desde luego, no se merecía su mal humor–. O llévate esa maldita diana a tu habitación. Ese ruido me molesta mucho.
Marcelo se encogió de hombros con aire melancólico.
–Lo lamento. Pensé que te gustaría tener compañía –Ella no dijo nada, pero le miró por el rabillo del ojo, mientras recogía el dardo del suelo, y descolgaba la diana de la pared–. Últimamente pareces un poco triste.
Beatriz suspiró. Claro que lo estaba, cada vez más. Marcelo se iría en poco tiempo y ella se quedaría allí, sola. Cierto que podía cerrar la taberna, vender las tierras, si es que alguien quería comprarlas, y también los animales, e irse al pueblo a vivir, pero la idea no acababa de gustarle. Ella había nacido allí, y había vivido allí, siempre, y allí, en aquella tierra, descansaba su esposo, en la solitaria tumba del patio trasero que podía divisar desde la ventana de su dormitorio. Le aterraba la idea de despertar y ver un paisaje distinto.
–Lo siento, cariño –dijo, arrepentida–. Yo…
En realidad, no estaba muy segura de lo que iba a decir, pero no tuvo necesidad de pensarlo. La puerta de la taberna se abrió bruscamente, interrumpiéndola, dando paso a un hombre envuelto en una capa oscura, totalmente empapada. El viento helado de la tormenta hizo parpadear todas las velas, e incluso apagó algunas. Beatriz, sobresaltada, dejó la labor y se puso de pie.
–Esto es una taberna, ¿no? –preguntó el individuo, un poco desconcertado por la tranquilidad del sitio, tras cerrar la puerta y desembozarse la capa–. ¿Está abierta? –Y luego, como si hubiese recordado repentinamente sus buenos modales–: Buenas noches. Los dioses os guarden de todo mal.
El desconocido era todavía joven, rondaría, como mucho, los cuarenta años, y vestía una armadura de caballero, con el emblema de Arianna grabado en el pecho. Ese detalle ya, de por sí, le produjo un instintivo rechazo, pero Beatriz alzó la mirada hacia su rostro y se encontró mirando unas pupilas intensamente grises, y pensando que eran unos espejos ambiguos, que podían buscar el bien, y descubrirlo en rincones muy dudosos, pero que también podían buscar el mal, y hallarlo en la luz más límpida y deslumbrante.
El dueño de aquellos ojos veía el mundo distorsionado, según su propio y egoísta criterio, aunque, probablemente, no fuera consciente de la deformación. Era, sin duda, de esa clase de gente que se pasaba la vida encontrando explicaciones para su conducta, y agravantes para la ajena: ese es un canalla, yo era un niño. Y, por supuesto, nunca se había molestado en meterse en la piel de otro, y tratar de sentir lo que sentía, o de entender sus motivaciones. Eso hubiera supuesto, indiscutiblemente, una forma de degradación.
Sus pupilas denotaban soberbia, sus pómulos y la línea de su barbilla, egoísmo. Y, por la forma en que alzaba la nariz, Beatriz dedujo que era un hombre extremadamente orgulloso, que probablemente se consideraba la perfección personificada y juzgaba a los demás como imperfectos, pero eso sí, siendo lo suficientemente superior y clemente como para saber perdonar la mayor parte de los pecados del mundo, siempre que hubiese arrepentimiento, y su correspondiente penitencia.
Quizás estaba sacando las cosas de quicio. Nunca me han gustado los Paladines, admitió, para ser justa. Solo había conocido a dos, y a uno de ellos apenas lo recordaba, pero al otro sí. También servía a Arianna, y había entrado en la taberna, en los tiempos en que la regentaba su padre. Tras discutir con un grupo de mineros que se habían negado a cederle su mesa, había dado un inolvidable sermón acerca de lo agradecidos que debían estar por el hecho de que hubiese personas como él, gente dispuesta a dar su vida por ellos, pese a que no lo merecían, porque carecían de un rancio linaje al que atenerse, y se reproducían como insectos en la basura.
Alfonso se encontraba allí, aquel día; todavía no estaban casados, pero había venido a visitarla desde Pozo Cobrizo, y al oír aquellas cosas, no había podido evitar reírse. El caballero, iracundo, le había advertido que, aunque no podía rebajarse a luchar con él a espada, sí podía ensartarlo como a un vulgar gorrino. Alfonso, sin perder la calma, replicó que, si bien no podía rebajarse a discutir con idiotas de rancio linaje, si insistía en ello, estaba más que dispuesto a ponerle los dos ojos morados, a juego con el color de la capa que llevaba.
Al oír aquello, el caballero había hecho amago de desenvainar, pero, de pronto, viéndose rodeado de mineros hostiles, todo su valor se fundió, y consideró preferible una rápida retirada. Se dirigió a la puerta con paso firme, asegurando que tenía demasiadas cosas que hacer, demasiadas proezas que realizar, como para perder su tiempo en un lugar tan infame, al que no pensaba volver en todos los días de su vida, y se marchó.
Sin duda, pudo oír las risas y los vítores desde el camino.
En realidad, no debería guardarle tanto rencor, recapacitó Beatriz. Gracias a él, aquel fue un día muy alegre, y la causa de que, nueve meses después, naciera Marcelo. Su padre había invitado a todo el mundo a cerveza, y Alfonso y ella pudieron escaparse al caer la tarde, y pasar unas horas en el campo, bajo el crepúsculo. La tierra era un gran lecho verde, suave, perfumado, y el cielo, una inmensa cúpula que hablaba de distancias sin límites, de tiempo sin medidas, de misterios insondables. Había una luz tan intensa, bella, tan roja… Beatriz suspiró, tratando de no perderse en aquellos felices recuerdos. No era el momento. Algún día, pronto, quizá, cuando Marcelo se hubiera ido, y ya nadie la necesitara, podría hacerlo. Con reluctancia, volvió al instante que estaba viviendo, y al caballero que tenía delante.
Este hombre, desde luego, no se parecía en nada a aquel otro. Probablemente, era mejor, porque, aparte de aquel halo de superioridad, en sus ojos también había preocupación, y algo de ternura. Sentimientos fuertes, que el brillo de su insignia no conseguía menoscabar. Y no parecía preocuparse tanto por exhibir su fortuna, puesto que la capa que llevaba, aunque de buena calidad, era vieja, y estaba muy usada. De su cinturón, eso sí, colgaba una espada de empuñadura impresionante, probablemente una herencia muy preciada. No había nada más en él que llamase la atención, excepto, quizá, el hecho de que, con la mano izquierda, llevaba aferrado un odre, un pellejo oscuro, casi vacío, si es que no lo estaba.
–¿Os encontráis bien? –preguntó él, mirándola con fijeza. Parecía estar tratando de decidir si era sorda, o simplemente idiota–. Os he preguntado si esto es una taberna, y si está abierta, claro. En otro caso, me iré.
Beatriz asintió, todavía demasiado aturdida como para hablar.
–Sí, mi señor, es una taberna, y está abierta –aseguró Marcelo, en su lugar, con un tono teñido de maravilla. Sus ojos se habían clavado con admiración mal disimulada en la armadura del caballero–. Por supuesto.
El hombre asintió y dio un par de pasos hacia el interior, dejando huellas húmedas en el suelo.
–Entonces, si no tenéis inconveniente, me gustaría descansar un rato, y comer algo. Y agradeceré que alguien atienda mi montura, un caballo gris que se está empapando en la puerta.
–Claro. –Beatriz reaccionó por fin y se volvió hacia su hijo–. Marcelo, encárgate de él, llévalo a la cuadra. –El muchacho asintió, dejó la diana y el dardo sobre el mostrador, y salió sin decir nada, aunque, de alguna forma, dejó claro que le hubiera gustado quedarse allí, y, más, el hacerle un millón de preguntas al forastero. Beatriz señaló hacia la mesa que había junto a la chimenea–. Podéis elegir, por supuesto, pero aquel lugar es el mejor. Os ayudará a libraros del frío.
El desconocido se dirigió hacia allí y se sentó, colocando cuidadosamente el odre a su lado, sobre la mesa. Solo después de calentarse las manos a la luz del fuego, abarcó con la mirada el resto de la taberna.
–No parece ser una buena noche, para el negocio.
Beatriz se encogió de hombros.
–Es lo habitual. Sois el primer viajero que ha entrado aquí, en cinco años. Esta taberna tuvo su momento, y ya pasó.
Él arqueó las cejas, sin comprender.
–Entiendo –dijo, de todas formas–. ¿Podéis darme algo de comer, entonces? Cualquier cosa, pero, si está caliente, mejor que mejor.
–Sí, no os preocupéis. Tengo un delicioso caldo de verduras, y un poco de estofado que no tardaré nada en calentar. También queda algo de pastel de manzana, y hay toda la fruta y el queso que seáis capaz de comer –añadió, intentando sonreír. Dio media vuelta, en dirección a la cocina, pero él fue más rápido, y la sujetó por la muñeca. Beatriz le miró, un poco asustada. El hombre había enrojecido.
–Mi dama… –dijo, con esfuerzo–. No puedo engañaros. No tengo dinero con el que pagar vuestro servicio.
–Oh. –Beatriz no sabía qué la había sorprendido más, si el que la hubieran dado un tratamiento semejante (desde luego, que ella recordase, nadie la había llamado nunca mi dama), o el que el hombre hubiese reconocido su falta de fortuna. Aquel era un punto más a su favor. Quizá le había juzgado demasiado duramente, llevada por el recuerdo de aquel otro caballero–. No importa, no os preocupéis por eso. No voy a negaros un poco de descanso y una cena caliente, con la noche que hace. No sería digno de una persona de bien.
El hombre hizo una mueca. Lentamente, la soltó.
–Os lo agradezco, pero con la condición de que, simplemente, demoremos el pago. No quiero ser responsable de agotar vuestra caridad, puede que algún otro la necesite más que yo, en el futuro. Me encargaré de que os traigan cuanto antes la cantidad que consideréis adecuada.
Beatriz estuvo a punto de echarse a reír, pero se contuvo, porque seguro que lo hubiese tomado como un insulto. ¡Parecía tan solemne! ¡Y tan incómodo! Tanto, como un caballero pidiendo limosna, pensó, agitando la cabeza.
–Vos sois quien ha nombrado la caridad, no yo. ¿Qué queréis beber? Tengo algunas botellas de buen vino, y algún licor, más fuerte aún. Puedo rellenaros con alguno de ellos el odre, para que os dé calor, en el viaje.
No hizo ningún movimiento, pero el hombre puso rápidamente una mano sobre el pellejo, como si hubiese intentado quitárselo.
–No, no. No es necesario, gracias –añadió, dándose cuenta de que su sobresalto la había sorprendido–. Está bien así. Tomaré una botella de vino con la cena. Será suficiente.
–Muy bien– aceptó Beatriz, encogiéndose de hombros.
Pero cada vez sentía más curiosidad respecto a aquel pellejo.
Beatriz se dirigió a la cocina, añadió un par de troncos al fuego, y empezó a calentar el caldo de verduras y el estofado. Había sacado el pastel de manzana y el queso de la fresquera y estaba cortando éste último en finas lonchas cuando entró Marcelo, usando la puerta de atrás, completamente empapado.
–¡Brrr! ¡Qué frío hace! –exclamó, acercándose tanto a la cocina que ella temió que fuera a quemarse. Iba a advertírselo, pero, una vez más, se obligó a recordar que ya no era un niño, y se contuvo.
–¿Has cepillado el caballo? –se limitó a preguntar, con indiferencia. Él asintió con un gesto.
–Claro. Tiene una buena silla, pero no lleva equipaje. –Dudó un par de segundos–. Le falta una herradura. Al caballo, quiero decir.
–Ya lo imagino. No va a ser al jinete. –Su hijo rio la broma–. Se lo diré. Es posible que no se haya dado cuenta.
–Bien. –Marcelo se sentó en una silla y la observó mientras preparaba la bandeja con manos hábiles–. Es un caballero, madre. ¿Lo has visto? Un caballero auténtico.
Beatriz le dio la espalda, para que no viera su expresión de angustia. Oh, Dios, no. El caldo burbujeaba y se puso a removerlo enérgicamente mientras lo apartaba del fuego. No tan pronto. En realidad, sí que es un niño.
–Lo sé –replicó, con una voz aparentemente normal. Sacó un cuenco de la alacena y lo llenó de caldo, y puso el estofado en uno de los platos más grandes que tenía. Añadió otro con el queso, y el pastel de manzana, y cortó un generoso trozo de pan de la hogaza que había horneado esa misma mañana. Él tardó todo ese tiempo en seguir hablando.
–He pensado… ¿Te importaría que me fuera con él?
–¿Irte? –Aunque lo esperaba, Beatriz sintió una intensa sensación de frío. Quizá fuera porque la sangre se le había congelado en las venas. Se volvió lentamente, y le miró, deseando, con todas sus fuerzas, volver a vivir aquellos tiempos mejores, los días en que su esposo vivía, y Marcelo era un bebé que la necesitaba, y que solo soñaba con estar a su lado– ¿Adónde?
El muchacho se encogió de hombros.
–No lo sé. A algún sitio, madre. ¿Qué más da? Quiero ver mundo.
–No sabes lo que dices. Ese mundo del que hablas, está lleno de peligros.
–Es posible –admitió él, empecinado–. Pero quiero verlos por mí mismo y creo que ya ha llegado el momento de hacerlo. Dudo que surja otra oportunidad tan buena en mucho tiempo. Quiero pedirle que me lleve con él. ¿Vas a tratar de impedirlo?
Beatriz frunció la boca, en una mueca llena de amargura.
–¿Podría?
Marcelo la miró directamente, con unos ojos profundos, tan semejantes a los de su padre.
–Me temo que no, mamá.
Qué duras sonaron esas palabras. Beatriz suspiró, intentando controlar el llanto. Marcelo no necesitaba una madre que se aferrase a él, desesperada. Era joven, era su momento, tenía derecho a vivir su propia vida. De haber estado en un lugar más habitado quizá hubiera insistido en que esperase un año o dos, pero entendía que aquella soledad le resultase insoportable.
–Bien. Veo que estas decidido.
–Sí. –Apretó la mandíbula, con firmeza–. Y también quiero que vengas conmigo, por lo menos hasta Ciervaza. Allí podrás buscar una casa y empezar una nueva vida. No me gusta la idea de dejarte aquí, sola.
Beatriz se acercó a la ventana. No había luna, pero los esporádicos relámpagos le permitieron divisar la tumba de su esposo. El viento había derribado la lápida de madera en la que estaba inscrito su nombre, y la lluvia había enfangando las flores. Por la mañana, tendría que arreglar los destrozos.
–Sabes que no quiero irme. Este es mi lugar.
Marcelo gruñó, se puso de pie, y caminó agitadamente de un lado a otro.
–Maldita sea, ¿por qué tienes que hacer que me sienta culpable? –exclamó por fin, apretando los puños. Beatriz le miró sorprendida.
–Lo siento. No era esa mi intención.
–Pues es lo que consigues con tu cabezonería. Esta taberna está condenada, condenada –repitió, incidiendo en el término casi con brutalidad, como si quisiera grabárselo profundamente en el cerebro–. Ni siquiera recuerdo qué estación era la última vez que vino alguien por aquí. No puedo irme y dejarte en este lugar perdido de la mano de los dioses, puede pasarte algo y nadie lo sabría, nunca.
–Me las he arreglado bastante bien, hasta el momento.
–Tú lo has dicho, hasta el momento.
Beatriz arqueó las cejas admonitoriamente.
–¿Me estás llamando vieja?
–Vamos, madre, seamos serios. Estás a punto de cumplir treinta y uno. Ya no eres una jovencita.
Mocoso impertinente, pensó ella, irritada.
–Ya hablaremos luego. Se enfría la cena –añadió, cogiendo la bandeja–. Ve a la bodega y sube una botella de vino, del bueno, y trae dos copas.
–¿Dos?
–Para él y para mí.
Marcelo frunció el ceño, dispuesto a discutir ese nuevo tema, pero Beatriz le dio la espalda y salió de la cocina.
El caballero no había cambiado de postura. De hecho, tenía la cabeza inclinada a un lado, y los ojos cerrados, como si se hubiera quedado dormido, pero seguía protegiendo el odre con la mano. ¿Qué dnyookas llevará ahí dentro?, se preguntó otra vez Beatriz. Debía tratarse del contenido, porque el pellejo, en sí, no parecía tener ningún valor.
Aunque en los últimos años, con la falta de práctica, había perdido algo de su vieja habilidad, no tuvo problemas para transportar la atestada bandeja, ni siquiera cuando pisó el dardo de Marcelo, que debía haber rodado hasta el suelo sin que nadie se diera cuenta. No hizo ningún ruido, tampoco, al depositarla sobre la mesa, pero el hombre se irguió, con sobresalto. Parpadeó. Durante unos segundos, no pareció reconocerla.
–La cena –explicó Beatriz. Él asintió.
–Oh, sí, sí. Gracias. –Sonrió débilmente–. Me temo que me había quedado dormido.
–Eso pensé. Estáis cansado. Deberíais quedaros a pasar la noche. Tengo habitaciones de sobra.
–No. Me gustaría, pero necesito continuar viaje. – Debía estar famélico, porque vació el cuenco prácticamente de un trago y, en pocos segundos dio buena cuenta de la mayor parte del estofado. Miró hacia la puerta de la cocina al entrar Marcelo y alzó una ceja, al ver las copas. Beatriz también alzó una ceja, al contarlas y darse cuenta de que eran tres–. Ah, el vino. Estupendo.
–Sí. Estupendo –repitió Beatriz, cogiendo bruscamente la botella de manos de su hijo–. Marcelo, hazme un favor, anda, ve a comprobar que están bien cerradas todas las ventanas.
–Lo están. Ya sabes que lo están –dijo él, claramente enojado, sin dejarse manipular–. Y yo quiero una copa de vino.
–No digas tonterías –replicó, frunciendo el ceño–. No puedes beberte un vino que tiene más años que tú. Fuera de aquí. Y llévate esa maldita diana a tu cuarto. Casi me caigo con la bandeja, al pisar el dardo.
Marcelo masculló una maldición, pero decidió obedecer. Recogió el dardo, y la diana, y salió corriendo escaleras arriba.
–¿Es vuestro hijo? –preguntó el caballero, que había observado a Marcelo con una expresión extraña, casi ansiosa.
–Sí.
–Un muchacho muy guapo. Y muy obediente. –Suspiró–. Debéis estar muy orgullosa de él.
Lo estoy. Claro que lo estoy. Beatriz miró la botella.
–¿Os importa que tome una copa con vos?
El caballero sonrió, cortésmente.
–¿Estáis segura de que tenéis más años que el vino?
Ella le devolvió la sonrisa, mientras se sentaba a su lado. Sacó el corcho y llenó las copas.
–¿Puedo preguntaros vuestro nombre?
El caballero, que estaba rebañando el plato vacío, dudó y frunció el ceño. Su expresión se había oscurecido.
–Me temo que no, mi dama. Habéis… habéis sido muy amable, y no quiero resultar grosero, pero, creedme, cuanto menos sepamos el uno del otro, será mejor para todos.
Beatriz le contempló unos momentos, intrigada, pero decidió respetar sus deseos, y no ofenderse. Al fin y al cabo, tampoco era que le importase mucho. Bebió un trago de vino. Estaba francamente bueno.
–Mi hijo piensa preguntaros si puede acompañaros en vuestro viaje –anunció, decidiendo ir al grano, sin rodeos. Al oír aquello, el hombre estuvo a punto de atragantarse.
–¿A mí? ¿Por qué?
–Para salir de aquí, en principio, aunque, a pesar de que nunca me ha dicho nada al respecto, imagino que la idea de entrar en una Orden de Caballería siempre ha rondado por su cabeza. Es muy joven y está lleno de expectativas. Supongo que sabéis a lo que me refiero.
–Oh. Sí, claro que sí –reconoció el caballero, un poco incómodo–. Pero me temo que eso es prácticamente imposible. En la mayoría de las Órdenes, por ejemplo, en la mía, la condición de miembro es hereditaria, y se trasmite estrictamente de padres a hijos. –Se concentró en el queso, pero la miró por el rabillo del ojo–. ¿Acaso vuestro esposo pertenece a alguna?
Una pregunta innecesaria. Simplemente, amable. Él sabía, sin duda, que no era apropiado que la esposa de un caballero estuviese a cargo de una taberna, por muy vacía que se encontrase.
–No. Mi esposo era minero. Trabajaba en Pozo Cobrizo. Nos conocimos aquí, en esta misma sala. – Beatriz suspiró. Parecía que últimamente no hacía otra cosa que desear volver a aquel día, al momento en que la puerta se abrió y entró la nueva cuadrilla que se dirigía a la mina. Entre ellos, llegó Alfonso, un hombre joven, apenas un muchacho, que le traía de muy lejos, sin saberlo, el mayor de los regalos, la más grande de todas las magias: el amor–. Esta taberna era de mis padres. Cuando nos casamos, él dejó la mina y se estableció aquí, con nosotros.
–Deduzco por vuestras palabras, que ha muerto.
–Sí. –Aunque sintió el viejo nudo en la garganta, su tono no varió. En otra época, no hubiese podido dar una respuesta semejante sin echarse a llorar. ¡Le había costado tanto hacerse a la idea!–. Murió cuando Marcelo tenía siete años.
–Lo lamento.
–Gracias.
–Ha debido ser duro sacar adelante a un hijo sola, en este sitio.
–Podía haber sido peor, al menos hemos tenido buena salud. Pero sí, ha sido duro, sobre todo estos últimos años, tan solos… –Beatriz dejó la copa vacía sobre la mesa–. ¿Qué vais a decirle a mi hijo?
El caballero esquivó su mirada.
–¿Qué esperáis que le diga? Que no puedo llevarle conmigo, por supuesto. Lo lamento mucho, pero es que no puedo hacer otra cosa. La idea me tienta enormemente, porque a veces la soledad resulta agotadora y me agradaría tener a alguien cabalgando a mi lado, pero no puede ser. Estoy cumpliendo una misión, una… difícil misión, y debo llevarla a cabo a solas.
–Entiendo. –Dadas las circunstancias, omitió el decirle que Marcelo no podría cabalgar a su lado ni aunque quisiera, porque no tenían caballo, en todo caso tendría que llevárselo a la grupa. Así que no se irá con él. Le hubiera gustado sentir alivio, pero, en realidad, solo estaba triste. Marcelo no se lo iba a tomar a bien. Se puso de pie–. Bueno, disfrute de la cena, voy a ver si se le ha pasado el enfado.
El caballero no dijo nada, se limitó a seguir mirando el queso con expresión adusta, como si fuera una visión enormemente interesante. Beatriz subió las escaleras y se dirigió a la habitación de su hijo.
La puerta de la habitación de Marcelo estaba cerrada. Iba a abrir, sin más, como había hecho siempre, durante tantos y tantos años, pero se contuvo y llamó primero, discretamente.
–¿Marcelo? – preguntó. No recibió respuesta, aunque oyó un claro tap. El maldito dardo, sin duda–. Marcelo, ¿puedo pasar?
–No.
Beatriz abrió, de todas formas. Como sospechaba, Marcelo estaba jugando a lanzar el dardo. Decidió pasar por alto el sacrilegio que suponía el que hubiese retirado el símbolo sagrado de la pared, para colgar la diana. La preocupó más el descubrir que había hecho un hatillo con algunas de sus cosas.
–¿Qué significa esto? –preguntó, señalándolo. Él se encogió de hombros.
–Ya lo sabes.
Lanzó el dardo. Tap. Justo en el centro de la diana. Beatriz suspiró, tratando de mantener la calma.
–No, no lo sé. ¿Es por lo del vino? Marcelo, siento haberte tratado así delante de ese hombre, pero todavía eres demasiado joven…
–No, madre, por supuesto que no es por lo del vino –dijo él, sin permitir que terminara la frase. Arrancó el dardo de la diana, y la miró enfurecido–. O no solo por eso, al menos.
–¿Entonces?
–Te lo he dicho. ¿Por qué no quieres entenderlo? Estoy harto. –Señaló a su alrededor con la mano armada con el dardo–. Este lugar me asfixia. Quiero irme. Necesito irme. Y lo haré, contigo, o sin ti.
Lanzó el dardo, con todas sus fuerzas, con toda su rabia.
Beatriz tragó saliva.
–Marcelo, por favor –suplicó, pues ya no podía hacer otra cosa–. Quizá el año que viene.
–Ja. Ni hablar. Me voy con ese individuo de abajo, si es que me acepta, esta misma noche, o mañana, a primera hora, como muy tarde. No voy a desperdiciar ni un solo día más en esta taberna arruinada. Tú puedes hacer lo que quieras. Sabes que mi deseo es que vengas conmigo, pero aceptaré lo que decidas. Lo que no voy a hacer es permitir que me sigas reteniendo aquí. –La miró con pupilas brillantes, intensas, como las de un sacerdote en su púlpito–. Este es tu mundo, madre, el que tú elegiste, no el mío. Yo necesito algo más y voy a salir a buscarlo.
–Pero… –no supo qué añadir. Se va. Beatriz se sentó lentamente en la cama. Definitivamente, se va. De pronto, no pudo contener las lágrimas. Ocultó el rostro entre las manos y se echó a llorar, con auténtica desesperación.
–Oh, no, no me hagas esto –le oyó decir. Al cabo de unos segundos, Marcelo se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros–. Mamá, por favor, no llores. No puedo soportarlo.
–No estoy llorando –aseguró ella, entre sollozos– Es solo que estoy tan cansada…
Marcelo la estrechó con fuerza.
–No puedo quedarme –susurró–. Ni siquiera por ti, mamá, entiéndelo. Me volvería loco.
–Lo sé, lo sé –replicó Beatriz, más tranquila, como si fuese ella quien tuviese que consolarle. Le palmeó la rodilla, sintiendo el mismo amor infinito, inagotable, de siempre. Carne de mi carne, sangre de mi sangre–. No me hagas caso.
–¿Por qué dnyookas no vienes conmigo?
Beatriz se puso de pie y miró por la ventana, tratando de ver la tumba, pero la oscuridad se había vuelto absoluta, y, además, se la hubieran tapado los árboles que crecían en aquella parte del patio.
–No puedo dejar solo a tu padre.
–Oh, mamá –la voz de Marcelo denotaba un profundo pesar. Tardó unos segundos en elegir sus siguientes palabras–. No insistas en eso. Está muerto. Deja que descanse en paz.
–Oh, lo hago, lo hago –replicó ella, en un murmullo. Apoyó una mano en el cristal; estaba helado. Hacía tanto frío ahí fuera…–. Me limito a velar su sueño.
–¿Estás segura?
Beatriz se volvió a mirarle.
–Por supuesto. ¿Qué sería de él, si cae otra tormenta como ésta, y no hay nadie que levante de nuevo la lápida, o que arregle las flores?
La expresión de Marcelo vaciló visiblemente. Ahora era él, el que parecía al borde del llanto. Se levantó y se acercó a ella.
–Tu problema es que piensas que mi padre está ahí, bajo ese montículo de tierra, y no es cierto. Está aquí. –Se golpeó el pecho, con rabia–. Y aquí. –La tocó a ella, con dos dedos, un roce mucho más suave, a la altura del corazón–. Y aquí – repitió, abarcando el cuarto con un gesto. Beatriz se estremeció, conmovida–. Mi padre no son esos restos que se descompusieron hace años en el patio trasero, son mis recuerdos y los tuyos, y su espíritu, que cuida cada día de nosotros. Estoy seguro de que odia tanto como yo ver cómo has decidido pudrirte en vida, en un absurdo acto de lealtad para con su cuerpo muerto.
Beatriz había entrecerrado los ojos. Le costaba respirar.
–Estás diciendo unas cosas horribles.
–No por eso son menos ciertas. Quiero que… ¡Madre! –gritó, al ver que salía precipitadamente del cuarto, dejándole solo. Beatriz se dirigió a las escaleras, recorriendo el largo pasillo. No quería seguir escuchándole, pero él la siguió, implacable–. No he terminado, madre. Por una vez, vas a escucharme, maldición. Este lugar está muerto, muerto, muerto, ¿me has oído? Y tú, por mucho que lo intentes, por mucho que te esfuerces en ello, no lo estás. Tienes que venir conmigo. Tienes que vivir. Se lo debes a mi padre, me lo debes a mí, que te necesito. Y, por si fuera poco, te lo debes a ti misma, maldición.
–Te tengo dicho que no maldigas –replicó ella, mirándole por encima del hombro. Marcelo lanzó una carcajada.
–Pues será mejor que me acompañes, o maldeciré hasta al mismísimo Sumo Sacerdote de Arianna, te lo advierto.
–¡Marcelo! –Beatriz se giró en redondo, levantando una mano. Crispó los dedos. Había estado a punto de abofetearle–. Basta.
Marcelo inspiró profundamente.
–Sí, madre. Basta.
No pudo mantener su mirada. Marcelo tenía razón, tenía razón en demasiadas cosas, lo sabía, pero ella no estaba preparada para enfrentarse a todo aquello. Todavía no, al menos. Ni siquiera la idea de que le estaba fallando a su hijo lograba hacer que se sobrepusiera a la sensación de pérdida y al miedo a alejarse de allí. No podía dejar a Alfonso. Aquella tumba y aquella casa que habían compartido era todo lo que le quedaba de él.
Dio media vuelta y bajó corriendo el resto de las escaleras.
Beatriz caminó entre las mesas, sin verlas. Iba a meterse directamente en la cocina, pero, en el último momento, echó un vistazo hacia el caballero, segura de que había oído sus voces. Se sorprendió al descubrir que no, puesto que había vuelto a quedarse dormido. El agotamiento, el calor del fuego, y el vino de la cena, le habían derrotado completamente. Estaba echado hacia atrás, con la cabeza apoyada en el respaldo de la silla, y las manos cruzadas sobre el pecho.
Sobre la mesa, junto a la bandeja, estaba el odre.
Beatriz caminó lentamente hacia allí, tratando de no hacer ningún ruido. Sintió a su espalda los pasos ligeros de Marcelo, siguiéndola, y se volvió para indicarle, con un dedo en los labios, que guardase silencio. Marcelo arqueó una ceja, sorprendido, pero obedeció. El hombre no despertó, ni siquiera cuando se detuvo a su lado, tapando parcialmente la luz del fuego. Beatriz extendió una mano y tocó apenas el odre, con un dedo.
Cuero rugoso, oscuro, vulgar.
–¿Qué haces, madre? –preguntó Marcelo, en un susurro. Ella repitió su gesto. Silencio.
Cogió el pellejo con dos dedos y lo levantó.
Estaba vacío.
No, no lo estaba.
Allí había algo, algo más pesado que el aire, pero poco más. Volvió a dejarlo sobre la mesa, intrigada, y, lentamente, lo abrió.
Había pensado oler su contenido, segura de que se trataba de algún licor sorprendente o quizá alguna fórmula mágica de incalculable valor, pero, nada más quitar el pitorro de madera, del odre surgió una cinta de algo blanco y denso, una voluta que se estiró y giró sobre si misma perezosamente.
–¡Madre, tápalo! –exclamó a su lado Marcelo, en voz alta, alarmada, sin importarle que pudiese despertar al caballero. Beatriz también estaba asustada, así que trató de obedecer. Quiso cerrarlo, pero la cinta lechosa se enredó en sus dedos y entonces…
Desde las afiladas líneas de un castillo que en realidad no existía, podía ver todas las tierras y, en aquel cristal mágico, la superficie helada que quedaba al pie de la fuente, todos los seres, los grandes y los pequeños, los débiles y los poderosos, los jóvenes y los viejos, los ricos y los pobres, los sagaces y los que carecen de pensamiento…
Cada uno de ellos tenía marcadas dos fechas.
No había posibilidades, no cabía la una sin la otra, y ni siquiera el oro, la magia, la astucia, los deseos más fervientes o las más grandes hazañas, podían cambiarlas. Algunas veces parecía, sí, parecía, que habían logrado burlarlas, pero eso era solo porque los seres no las conocían y, simplemente, eran otras.
Nadie, nunca, ni siquiera los más altos dioses, habían escapado a la rigidez de aquel cálculo.
Todo lo que tiene un principio, tiene un final.
Vivía sola, sola con aquel reflejo, en su horizonte perpetuo, bajo un cielo inmenso, en un mundo blanco y luminoso que jamás cambiaba. Amaba el suave tacto del hielo, y el olor a tierra congelada, y los aullidos de los lobos que custodiaban aquello que llamaba hogar.
Déjame. Déjame libre.
Oyó el eco de los cascos del caballo, levantando surtidores de nieve a cada paso. Estaba agotado por el esfuerzo de alcanzar su objetivo, luchando contra los gruesos copos que trataban de confundirlo e impedir su avance. Una de sus herraduras se soltó, y se perdió en la tormenta, para siempre.
El caballo bufaba, el jinete, rechinaba los dientes. Era oscuro, en su brillante armadura. Había sido consumido por el ponzoñoso mal de la tristeza y veía negro, el mundo blanco.
El espejo se nubló, presintiendo su llegada.
La magia de aquel hombre era poderosa, terrible, una magia que no sabía de hechizos, ni de cábalas, ni de símbolos arcanos, ni de tenebrosos cánticos a la luz de la luna.
Estaba desesperado, desesperado, desesperado…
Muchos lo habían intentado antes, pero ninguno había llegado tan lejos, quizá porque ellos buscaban cambiar su fecha, alargar su tiempo, en una maniobra egoísta que empezaba y terminaba en sí mismos, mientras que los actos de aquel hombre solo hablaban de amor, de entrega, de auténtica devoción.
Los aullidos se convirtieron en lamentos y, luego, se apagaron.
El hielo se rompió.
Cayó, cayó por un largo túnel, a una prisión oscura y blanda, áspera, hedionda, lejos del mundo blanco, del horizonte perpetuo, lejos del cielo inmenso, del suave tacto del hielo, del olor a tierra; allí donde no podía estar el espejo mágico, donde las fechas no podían verse y no tenían sentido.
Déjame libre.
El jinete, brillante por fuera, oscuro por dentro, era un hombre confuso, desorientado, paradójico, que había jurado hacer el bien y, en nombre del amor, había provocado el mayor de los males.
Le compadecía. ¿Cómo no hacerlo, ante tanta desdicha? Había intentado hablarle desde aquel lugar tan insoportable, oscuro y terrible, pero, ensordecido por la locura, no la oía.
Trataba de decirle que ella podía ser solo una sombra, una quimera, pero era la más pura encarnación de la justicia que podría llegar a encontrar, nunca. En su espejo, todos habían sido iguales, listos o tontos, pobres o ricos, crueles o benévolos y, en su reflejo, ningún mal podía llegar a ser eterno.
A pesar de toda la tristeza, estaba segura de que, el mundo, sería un lugar mucho peor, sin ella.
Déjame libre.
Tenía que…
Las imágenes desaparecieron.
Beatriz parpadeó, volviendo bruscamente a la realidad.
A su lado, el rostro del caballero la miraba enfurecido, casi lanzando llamas por sus pupilas. Se había puesto de pie, derribando la silla, y tenía el odre, tapado, aferrado entre las manos.
–¿Se puede saber qué intentabais, mi dama? –gritó, colérico–. ¿Cómo… Cómo os atrevéis…?
–Madre, ¿estás bien? –Marcelo la cogió por la cintura, lleno de preocupación, como si temiese que fuese a caer al suelo de un momento a otro.
–Sí, sí –susurró ella, jadeando. ¿Lo he soñado?, se preguntó, pero sabía que no había sido un sueño. Estaba segura, absolutamente convencida, de que, si tomaba el sendero del norte, y andaba lo suficiente, llegaría al horizonte perpetuo, y a aquel increíble mundo blanco que había atisbado en sus visiones–. ¿Qué… qué clase de atrocidad habéis hecho? – le preguntó al caballero. Él afirmó la mandíbula.
–No es de vuestra incumbencia.
–¿Qué no? –replicó Beatriz. De pronto, se sentía tan enojada como él–. No sabía que los Paladines pudieran mentir. Al parecer, sí. Sois un mentiroso.
El hombre enrojeció.
–No miento.
–Entonces, sois un estúpido. Meditad mejor vuestras palabras, antes de pronunciarlas. Claro que es de mi incumbencia. –Se inclinó hacia él. Si Marcelo no la hubiese estado sujetando, le hubiese agarrado por la pechera de la capa, tratando de zarandearle–. Me habéis robado.
–¡Madre! –exclamó Marcelo, absolutamente escandalizado–. ¿Pero qué dices? ¿Te has vuelto loca?
–¿Acaso no es cierto? –preguntó ella. El caballero no replicó. Se limitó a tragar saliva, con esfuerzo–. Me habéis robado mi muerte, y a mi hijo, la suya –añadió Beatriz–. Habéis robado a todos los seres vivos de este mundo.
–No… no lo entendéis –replicó el caballero, angustiado–. Las cosas no son así, no pueden ser así, tenéis que verlo de otro modo. Os he regalado la vida eterna.
Beatriz inspiró profundamente.
–Un regalo puede rechazarse.
Él arqueó las cejas, incrédulo.
–¿Lo haríais? –Ella afirmó con la cabeza–. No lo entiendo. ¿Por qué? ¿No queréis vivir para siempre?
–No. No a ese precio.
–¿Y qué pasa con vuestro hijo? –preguntó entonces el caballero, señalando a Marcelo, que seguía mirándola asombrado–. ¿Es que acaso os agrada la idea de que tenga que morir?
Beatriz sintió que parte de su ira se fundía, pero no su decisión.
–No, claro que no –reconoció, apenada–. Pero me agrada menos la idea de que tenga que vivir en un mundo donde los seres malvados sean también eternos.
El caballero parpadeó.
–Eternos… –dijo.
–Sí. Pensad en los asesinos, que no podrán morir, ni tampoco matar, pero sí causar dolor a muchos, un dolor infinito, sin límite, sin posibilidad de escape ni liberación. Pensad en los tiranos, que se perpetuarán eternamente en sus gobiernos, en los hombres sin escrúpulos, en general, que se divertirán por siempre, robando, esclavizando y aplastando a sus semejantes. Desde el principio de los tiempos, el mundo ha estado dividido en canallas y víctimas, mi señor, pero, por lo menos, ninguno de los dos estados era eterno. Hasta ahora.
El caballero se sentó lentamente.
–Oh, Dios… –susurró, escondiendo el rostro entre las manos–. He estado tan obsesionado que no había pensado en eso. Supongo que no quería hacerlo. Me aferraba a la idea de que estaba haciéndole un regalo soberbio al mundo.
Beatriz sintió una compasión inmensa. Podía entender aquel engaño. Ella también hubiera pensado así, de no haber escuchado a la niebla que vivía en el interior del pellejo.
–No tenéis por qué lamentarlo, señor. Bien saben los dioses que habéis actuado de una forma muy humana. Pero ahora, debéis abrir ese pellejo y dejarla libre. Es necesario, por el bien de todos.
Ante su asombro, él negó con la cabeza.
–No puedo. No puedo hacerlo.
–¿Por qué?
El caballero suspiró. Buscó entre sus ropas y sacó un retrato pequeño, el delicado rostro de una mujer de pupilas azules, rubia y etérea, sumamente hermosa, quizá demasiado pálida.
–Esta es la dama Leticia, mi esposa. Yo la amo, la amo con todas las fibras de mi ser. Desde el instante en que nuestros ojos se cruzaron, lo es todo para mí. Ella… –carraspeó nervioso, cerrando la mano sobre el retrato, apretándolo con fuerza–. Hace tiempo que sufre de un extraño mal, que nadie sabe cómo curar y que cada vez la arrastra más hacia la muerte. ¿Veis su palidez? Antes era rosada como una flor, alegre como una niña. Ahora yace en una angustiosa duermevela, sus ojos brillan, apenas habla… –Se estremeció–. Debéis comprenderlo, estoy desesperado. He consultado toda clase de médicos y magos, algunos de tierras muy lejanas que han propuesto remedios costosísimos, basados en materiales exóticos, muy difíciles de conseguir. He gastado en ello toda, toda mi fortuna, hasta la última pieza de cobre, he pedido prestado, sin escatimar jamás ningún gasto, pero ninguno ha podido hacer nada por ella. Nada ha funcionado. Nada. Sus remedios fueron inútiles y nadie espera que sobreviva hasta el próximo otoño.
–Lo lamento –susurró Beatriz, y era sincera, pese a que estaba pensando que, cuando su esposo enfermó, ella solo pudo llamar al sucio curandero del pueblo, y en ello se fueron todos sus ahorros. Quizá, si hubiese dispuesto de una auténtica fortuna, Alfonso estaría ahora a su lado. O quizá no. Los ricos y los pobres…–. Lo lamento de veras. Es una mujer muy joven, y hermosa.
–Lo es –asintió el caballero–. Y valiente. No teme a la muerte. Lo único que la apena es no haberme podido dar un hijo. –Miró de reojo a Marcelo–. Sabe cuánto lo hubiese deseado.
–Entiendo vuestra situación –dijo Beatriz, tras unos minutos de pesado silencio–. La entiendo, de veras, pero habéis tomado la salida equivocada. No podéis retener a vuestra esposa, a costa del resto del mundo.
Él se encogió levemente de hombros.
–Puede que no. Pero quizá pueda llegar a un acuerdo. Cambiar la vida de Leticia por su libertad, por ejemplo.
–¿Llegar a un acuerdo con la Muerte? –De no haberse sentido tan triste, Beatriz se hubiera echado a reír–. Imposible. La Muerte no negocia jamás. A veces, simula hacerlo, pero no es cierto. Las fechas están marcadas. ¿No visteis el espejo?
La expresión del caballero se oscureció.
–Sí, lo vi.
La superficie de hielo, al pie de la fuente.
El reflejo abrumador de cientos, miles, millones de seres, vegetales, animales, humanos, y otros, incluso algunos que no admitían ninguna forma lógica de clasificación, cada uno de ellos marcado a fuego con dos fechas.
–Tenéis que dejarla libre –sentenció Beatriz. El caballero apretó la mano en la que guardaba el retrato hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
–Nunca. Jamás en la vida. Haré lo que sea, lo que sea, por salvar a Leticia. –La miró con odio, por haber roto la ilusión de que había actuado por el bien del mundo. Se levantó, con una actitud claramente amenazadora–. Y os aconsejo que no tratéis de detenerme, mi dama. Dadas las circunstancias, podría olvidar mi juramento de no golpear jamás a una mujer.
–Será mejor que eso no ocurra – replicó Marcelo, enfadado–. O descubriréis que un muchacho inmortal puede convertirse en un auténtico incordio.
El caballero le miró con repentino interés. La sombra de una sonrisa cruzó fugazmente sus labios.
–Eres valiente. Eso me gusta. –Cogió el pellejo, y se lo echó al hombro–. Tu madre me ha dicho que quieres venir conmigo.
Oh, no, pensó Beatriz, por enésima vez esa misma noche. Marcelo dudó.
–En realidad, quiero ver mundo. Pero ya no estoy seguro de que me agrade la idea de hacerlo en vuestra compañía.
El caballero arqueó levemente las cejas.
–Bueno, tienes tiempo de reconsiderarlo. No puedo llevarte ahora conmigo, resultaría demasiado peligroso, pero enviaré a buscarte. Al fin y al cabo, tengo que pagaros la cena.
–No es necesario –dijo Beatriz–. Yo invito.
El caballero giró hacia ella aquellas pupilas grises, que se habían vuelto tan sumamente frías.
–Disculpadme, mi dama. No puedo, ni quiero, aceptar. –Miró a Marcelo–. Supongo que mi caballo está en el establo. –El muchacho asintió, e hizo amago de salir para prepararlo, pero el hombre le detuvo con un gesto–. No, deja. Yo me ocuparé de ensillarlo.
Sin más, se dirigió hacia la puerta, con el odre al hombro, colgando sobre su espalda de una forma tentadora. Beatriz vio que la mano de Marcelo se dirigía discretamente hacia el cuchillo de la bandeja y le sujetó por la muñeca.
El caballero abandonó la taberna.
–¿Por qué me has detenido? –le preguntó Marcelo–. Hubiera sido fácil apuñalar ese pellejo.
–Lo sé. Y él también. Nos estaba retando a hacerlo. Probablemente, lo estaba deseando, porque es un caballero y le consta que está actuando en contra de sus principios. Pero también es un hombre desesperado, Marcelo –añadió, con prudencia–. Su locura podía haberle llevado a atacarnos.
–Pero, no podemos permitir que se salga con la suya –protestó su hijo–. Es terrible. Tenemos que hacer algo.
–Claro que sí. Pero puedes hacerlo discretamente, procurando que no te vea. Tienes buena puntería, ¿no? –Marcelo la miró sin comprender. Beatriz acarició su frente, apartando algunos rizos negros–. Ve a buscar tu dardo.
Marcelo parpadeó, sorprendido, y, poco a poco, una luminosa sonrisa se extendió por su rostro.
–Será difícil, pero creo que podré arreglármelas. Eres una mujer muy lista, madre –añadió, besándola en la mejilla antes de echar a correr hacia las escaleras. En medio del repentino silencio, Beatriz oyó cómo entraba en su habitación, y, al cabo de un segundo, cómo abría la ventana. Probablemente, pensaba bajar por la higuera que crecía junto a la casa, como cuando era niño.
Fuera, relinchó un caballo.
Beatriz salió a la puerta de la taberna, justo a tiempo de ver pasar la figura del jinete.
Ya no llovía, pero el cielo seguía cubierto de gruesos nubarrones. La noche estaba muy oscura. El caballero y su caballo no eran más que una sombra compacta, única, como la de un centauro. Beatriz no conseguía distinguir una forma de otra, y no hubiera podido decir dónde llevaba el pellejo de niebla. Posiblemente, él sí la vio, con absoluta claridad, enmarcada en el umbral, iluminada por la luz del interior de la taberna, pero ni siquiera alzó una mano en una muda despedida.
Algo se movió sigilosamente entre las sombras, a su derecha.
No se oyó ningún tap, ni ninguna otra clase de sonido, pero, de pronto, de la sombra oscura del jinete surgió un hilo delgado, lechoso, que se fue extendiendo, más y más, flotando suavemente, como un largo pañuelo de seda que se moviera dócilmente con la brisa. Por suerte, el caballero no pareció darse cuenta de nada, y siguió alejándose, con un blando chapoteo de cascos de caballo sobre el barro, dejando tras de sí aquel rastro de niebla. Aunque la noche no tardó en tragárselo, durante muchos, muchos minutos, Beatriz fue capaz de deducir su situación por el punto en el que nacía aquella cinta.
Luego, cuando la estola se elevó demasiado, onduló y se dirigió hacia el norte, flotando en dirección contraria a la que seguía el viento, supo que ya había terminado todo, que ya estaba libre.
Beatriz entró en la taberna para coger una lámpara, la encendió y se dirigió al patio trasero.
Durante un momento, pensó que había vuelto a empezar a llover, pero no tardó en comprobar que solo se trataba de algunas gotas de lluvia, que caían de las ramas del árbol, liberadas por la suave brisa. El viento zumbaba entre las hojas. En otros tiempos, había creído escuchar allí la voz de su esposo, aconsejándola y dándole ánimos, pero ahora no dejaba de ser un sonido sin sentido y sin mente.
La tormenta había ocasionado muchos destrozos en la tumba de Alfonso, pero, por alguna razón, quizá por lo que había dicho Marcelo, o por la visión de aquel horizonte perpetuo, ya no le sentía allí y ni siquiera se molestó en levantar la vieja lápida. Beatriz contempló las flores enfangadas con una serenidad que no recordaba haber sentido desde hacía muchos, muchos años. Se inclinó para coger un puñado de tierra, barro que se deshizo entre sus manos…
De pronto, el mundo se estremeció bajo sus pies, una vibración sostenida, que parecía ir a extenderse a lo largo de siglos.
En algún lugar, en un castillo que no existía, unos ojos de niebla habían encontrado un espejo mágico y su reflejo.
Gruñe alto, gruñe fuerte, vieja tierra, pensó Beatriz, sintiéndose muy, muy poderosa, mirando el barro que sostenía entre los dedos. Es inútil. Ya nunca más podrás quitármelo. Él vive aquí, vive aquí, insistió, llevándose la otra mano al corazón. Y siempre estará conmigo.
El fuerte temblor se detuvo, tan repentinamente como se había iniciado.
Beatriz acarició una última vez la lápida de madera, le dio la espalda a la tumba y se dirigió lentamente hacia la posada. Entró por la puerta de la cocina. Marcelo estaba ya allí, exultante.
–¿Dónde estabas? ¿Lo has visto? ¿Lo has visto, madre? ¡Le di de lleno! –Su alegría se tiñó con algo de tristeza–. Aunque he perdido mi dardo.
Beatriz le acarició la cabeza, revolviéndole el pelo.
–No importa, yo te compraré otro, y mejor, y una diana auténtica si tú quieres. La podrás llevar contigo o tenerla en nuestra nueva casa, y usarla cuando vengas a visitarme, que espero que sea bastante a menudo. –Marcelo la miró sorprendido, un poco preocupado. Ella sonrió, le cogió de la mano y le precedió hacia las escaleras–. Vamos, Marcelo, hay muchas cosas que hacer. Tenemos que preparar el equipaje si queremos irnos de aquí mañana a primera hora.
–¿Estás hablando en serio? –le preguntó Marcelo, esperanzado.
–Totalmente. –Al ver la resplandeciente sonrisa que iluminó el rostro de su hijo, supo que estaba haciendo lo correcto–. Estamos vivos, Marcelo, vivos. Y debemos aprovechar nuestro tiempo.
Año: Década de los 90
Relato ofrecido bajo licencia CC Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported